2 de enero: Puerto Oasis – Isla Pindoí
Pesada lluvia se abatía sobre el techo de zinc. Buen colofón para una
noche de sueño que esta vez había sí me había ayudado a componerme.
Indolentes e insensibles, los terneros pasados por
agua comían arbustos y pasto. Pensé -con esa melancolía de sueño que tienen los
primeros pensamientos del día- en la desolación de Puerto Oasis. También pensé
que de seguro los kayaks en la playa estarían inundados...
Después de los primeros mates mi mente se fue despejando.
Mientras Milva preparaba el desayuno la lluvia fue mermando hasta
desaparecer. Nuestra partida sería posible. El desayuno, los aprestos, la
recarga de los equipos, el agua potable, la estiba de los botes, todo ello, nos
hizo retrasar aproximadamente una hora y media. Tiempo para que la autoridad del viento
noroeste fuera barriendo a las nubes y sacándolas de nuestro camino de
agua.
El objetivo era alcanzar San Ignacio, meta exigente:
estaba a más de 80 kilómetros aguas abajo. Nuestro ritmo de remada venía siendo
muy lento y nuestras zarpadas tardías. Me contentaba por el momento el retiro
de la lluvia y la posibilidad de seguir avanzando.
Así, a las nueve de la
mañana empezamos a alejarnos de la costa secundados por la patrulla militar.
Como hicieron los fenicios, navegamos “a costas vista”, que en realidad
para nosotros era, simplemente, remar cercanos a la costa. Nuestra expedición a
estas alturas ya había comprobado que la navegación por el canal era más veloz
pero también hay que decir que la corriente era cambiante y había que buscarla permanentemente.
En las navegaciones de largo aliento el factor psicológico es muy
importante y en ese sentido remar junto a la costa es un estímulo porque se
cuenta con un parámetro de velocidad: traspasar cualquier punto de referencia
como una casa, un árbol, un tronco hundido. En el canal, que suele discurrir
por el centro del río, estos puntos son las boyas de kilometraje, pero en
Misiones y el norte de Corrientes no existe el balizado, y aunque uno navegue a
buena velocidad por el canal, suele tener una percepción de lentitud absorbido por la inmensidad del río.
El viento regular que nos había traído el sol también había encrespado al río y de una manera bastante molesta. El oleaje hacía una diagonal entre el estribor y la popa y los kayaks tendían a perder su rumbo “cacheteados”. Esto para Enrique y para mí era casi anecdótico porque nuestros botes estaban muy lastrados y gobernadas por el timón. En cambio Milva y Lisandro, se veían obligados a hacer un desgaste desparejo, compensando con remadas adicionales la acción del viento.
Con estas novedades llegamos a Colonia Polana, otro aislado destacamento de PNA. Allí se amontonan caícos[1] decomisados, y el personal de esa dependencia releva al de Oasis, haciéndonos un nuevo seguimiento hasta la desembocadura del Arroyo Ñacanguazú.
El problema del viento me hizo pensar en que tal
vez era conveniente pasar peso de nuestros kayaks a los de Milva y Lisandro.
Lastrar las embarcaciones siempre confiere estabilidad y amortigua la
deriva cuando se lo hace correctamente.
Estaba
en una clase de Derecho Marítimo, en la Facultad de Derecho, cuando un anciano
profesor, llamado Arturo Ravina, preguntó a una alumna:
“-
Señorita, ¿a qué se llama “lastre”?
Mi
compañera empezó a ensayar una vaga respuesta, cuando el profesor la
interrumpió.
Yo
le voy a decir lo que es el lastre. Lastre es el peso que tiene Ud. en su
conciencia por no haber estudiado”
Me acordé de esa original anécdota mientras remaba
con los pelos al viento y pensaba como podía mejorar la navegación. También me
acuerdo que aquel profesor nos había “obligado” a conocer el astillero Río
Santiago a los pocos alumnos que sobrevivimos a la cursada y que después nos invitó a comer
choripanes en un carrito de Ensenada... qué recuerdos. Y que hambre... en aquel momento de la travesía hubiera matado por
un choripán. Con el cuchillo Yarará, que no tenía.
Algo cansados hicimos proa a una playa apenas
visible y señalada por un enorme y hermoso árbol de increíbles raíces que
empezaba a despedirse de la tierra, inclinándose sobre el río. Allí hicimos un
alto para comer y nadar.
·
Con cada vez más viento, desplegué mi vela improvisada y por momento me
di el lujo de aprovechar la correntada y la fuerza de la vela. Así
arribamos en pleno oleaje y rachas de viento muy fuertes al bonito Club de
Pesca de Santo Pipó.
Echamos mano a nuestras ya mermadas provisiones y contemplamos muy
sorprendidos el ventarrón de esa tarde brillante.
Pusimos proa hacia la Isla Pindoí, seguidos por la patrulla del
destacamento de Puerto Maní. El sol se iba retirando, coloreando las olas del
río, y palada tras palada nos fuimos acercando a la isla, que iba tomando
forma.
(...) Anochece cuando
enfrentamos el ominoso Paso de Corpus, que nos indicaron como peligroso. Aquí
el río pega su vuelta alrededor de una isla y resuelvo avanzar por el tramo más
corto, al apreciar en la carta náutica que el cauce más profundo sigue por
afuera. (...) En lo oscuro vemos venir hacia nosotros una fuerte luz
parpadeante, que nos sorprende. Es una gran boya (hasta ahora no habíamos visto
a ninguna) y en realidad somos nosotros los que pasamos a su lado, arrastrados
por la veloz correntada. Menos mal que no chocamos contra ella, pues su fuerte
estructura de acero con anclaje de cadenas nos hubiera deshecho”[2].
Pindoí está enclavada en el medio del canal y cortada a pique por la
acción del río. A medida que llegamos cada uno de nosotros va atracando en un
fondo arenoso, y aquí y un poco más allá, se ven palos y brazos de árboles
hundidos. La emerge unos dos metros por arriba del nivel del agua. Pero lo que
vemos de la isla es en realidad la parte más elevada de un promontorio, cuyos
niveles inferiores fueron desapareciendo conforme el Embalse de Yacyretá fue
desmadrando el otrora correntoso y bravío Río Paraná.
Vemos allí arriba una casa blanca y unos árboles. Pero nos quedamos
sentados en el arena, semihundidos en el agua tibia y contemplando la
inmensidad del Paraná y la lancha de Prefectura, que atraca en la arena cerca
nuestro. Recién en ese instante descubro que después de la mejor navegación
durante este viaje, estoy agotado.
La Isla Pindoí
Lisandro llega a la isla
Me alegró descubrir una isla muy distinta a la que
esperaba. Allí no había pretensiones minimalistas ni ninguna sobreactuación
pro-turística. Más bien -y siempre dentro de la calidez que un visitante
espera- todo era rústico y muy apacible. Para ser más gráfico: era estar en una
chacra... en el medio del Río Paraná. Y
no era casualidad. Nuestro anfitrión era un chacarero llamado Juan. Mientras
pensaba qué trato nos dispensaría, con gesto tenso dispuso las sillas y fue
aprontando el mate para la charla. ¡Cuántas veces he vivido este ritual en la
colonia[3]
de Misiones!
Sentados con él no bien pudimos subir los botes a tierra,
no demoró en contarnos su historia con un indisimulable orgullo al mejor estilo
de los colonos misioneros, que casi invariablemente narran sus peripecias por
la tierra colorada, desovillando anécdotas de lucha contra la adversidad y
también contra el monte.
Él era Juan Perchak, descendiente de polacos (condición
que resaltaba) y oriundo de Pozo Azul, un paraje de la serranía central de
Misiones, zona todavía con reservas de selva y habitada por un puñado de
comunidades guaraní y núcleos de colonos. Pozo Azul es, también, desde hace
algunos años, foco de conflictos sociales por la tenencia de la tierra, el
desmonte y el cruel sistema de producción de tabaco. Pero Juan ya no estaba
allí y trajo a Pindoí todo su bagaje de habilidades. No creo necesario tener
que detallar las cosas que son capaces de hacer los colonos si se tiene en
cuenta que han nacido en las entrañas mismas del monte y a los 6 o 7 años les
han confiado un machete para “que se las arreglen”.
- Acá todos me
conocen como Juancito de la Isla. Y todos me quieren... - Sería la frase
que nos repetiría una y otra vez.
Miré alrededor. Merodeando por las distintas casitas de
la isla pude ver caballos, patos, gansos, y unos chanchos (que siempre me
infunden un gran respeto). Terminada la ronda de mate, todavía vestido con la
misma ropa con que había remado todo el día, tomé mis bártulos y caminé hacia
una de las casitas. Escuché el rumor y las charlas de otras familias que
acampaban y preparaban fuego para la noche. El Paraná había desaparecido en la
oscuridad. Al Sur se veían los trémulos refucilos de una tormenta.
Por la noche, Juancito, su esposa y su hija nos
prepararon una cena invalorablemente
sencilla y bien regada de cerveza, de la que empezamos a dar cuenta sin
demora. Juan, al igual que nosotros, se había dado una ducha y acicalado, y
seguía contándonos la cotidianeidad de la isla y la constante reconstrucción
que tiene que emprender cada vez que una crecida del Paraná la arrasa. En fin,
él estaba feliz de encontrarse allí y no lo disimulaba. Yo lo escuchaba
comiendo ansiosamente mis fideos con estofado y crema.
Sin embargo durante nuestra estadía en la isla hubo
algunos momentos en que Juan había mostrado un semblante sombrío y esos
momentos (me di cuenta de esto mucho después) coincidían con la presencia de la
Prefectura en la isla. Ese gesto tenso lo había visto en Ramón (el mecánico de
Colonia Wanda, que muy ameno y servicial me había comentado sus incursiones de
cazador furtivo en el monte y lo desafiante que se mostraba ante los oficiales
del Ministerio de Ecología que no tenían pruebas en su contra a pesar de que sí
la certeza de sus tropelías). En
cambio, la malicia pasiva de Juan me resonaba a la actitud de un bandido rural
(que no lo era) y a un seguro instinto de preservación.
Kike me sirvió más cerveza y observé que mientras él y
Lisandro tendían a enrojecer, Milva se estaba volviendo más cobriza. Lo único
que sabía de mí mismo es que estaba más barbudo y desaliñado que de costumbre.
Bebimos otros vasos de cerveza más e intercambiamos opiniones sobre si seguir a
San Ignacio a la mañana siguiente. Todos conveníamos en que estábamos cansados
pero temíamos entrar en una cadena de retrasos. El viaje nos deparaba al menos
1.000 kilómetros más.
Me desparramé en la cama y me reconforté con el ruido del
desvencijado ventilador de techo. Allí en el medio río, en la oscuridad, esa
atalaya rocosa que es Pindoí no escapa a las esencias del Alto Paraná: las
poderosas fuerzas naturales y las sórdidas y peligrosas actividades ilegales
entre costa y costa. Y allí, la isla, haciendo las veces de posta neutral para
actividades y personajes de toda laya y de ambas orillas, cuyas historias son conocidas
por los lugareños, por las fuerzas del orden, y por el propio Juancito. El
que todos quieren.
[1]
Los caícos son botes típicos de Misiones, de forma rectangular, fondo
plano y construidos en madera dura, para resistir las piedras y correderas del
lecho de arroyos y ríos.
[2]
Fernández Real, Oscar. El Balsa de Iguazú a Buenos Aires. Sitio web:
Historia y Arqueología Marina,
http://www.histarmar.com.ar/InfGral-2/Balsa-01.htm
[3]
La colonia es el término que en Misiones se da a la zona rural, porque ha sido
originalmente habitada por colonos europeos, y hoy en su mayoría por
descendientes de esos colonos.
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