En algún inhóspito lugar del
norte de Corrientes, unos 40 km. al Oeste de Ituzaingó, el Paraná intensamente
azul corría lejano. Guarecidos en un pequeño claro bajo los árboles, en esa
zona entramada de islas y riachos, gozábamos de sombra y de un remanso
transparente donde se dejaban ver miles de peces entre piedras y ramas
hundidas. Milva, pensativa, estaba recostada en el tronco de un ingá. Kike y
Lisandro pescaban mojarras con una improvisada
red hecha de tul blanco. Y yo comía pan, teniendo mis pensamientos
disueltos en la nada misma. Entonces, para hacer más llevadera la faena,
Lisandro inició un diálogo más o menos así:
- Kike, ¿cuál es el recuerdo
más antiguo que tenés?
Kike contestó presto y seguro
incluso aclarando que ya en algún momento le habían hecho esa pregunta.
Mientras caminaban dificultosamente con el agua a la cintura y coordinaban movimientos
para atrapar a las mojarras, Lisandro se explayó –palabras más palabras menos-
sobre lo que en realidad estaba esperando decir:
- Recordar genuinamente
se recuerda una sola vez, la primera. Después ese mismo hecho se cree recordar,
pero no es más que la construcción mental hecha sobre el primer recuerdo
(genuino) y que va variando con el tiempo. Pero éste ya no es un recuerdo. No
se puede recordar lo mismo dos veces.
Yo seguí tirando pan al agua,
pero Lisandro (que exponía una reflexión de Borges en un momento insólito: la
pesca de mojarras) me dejó pensando.
Esta crónica está embebida de
agua, de su movimiento, y de las experiencias que transcurrieron sobre ella.
Pero a la vez está atravesada por un melancólico sentir que me invade: la
contradicción del irrefrenable devenir con la imposibilidad natural de hacerles
llegar con fidelidad la experiencia vivida. Vívida. A cambio puedo ofrecer una
recopilación de recuerdos que -a partir de escuchar a Lisandro- ahora sé que ni
siquiera lo son.
Este no es un relato
ficcionado pero sí deformado por mi sensibilidad y la sensibilidad del que lee,
y sé que al ir escribiéndolo ha navegado muy lejos de lo que en realidad
quisiera transmitir y he (hemos) vivido. Pero no me aflijo del todo: la
imposibilidad de describir con fidelidad es propia de toda actividad de
expresión humana: pasa lo mismo con las fotografías, los identikits de la
policía, y hasta sucede, curiosamente, con los aromas (alguna vez he leído que
no existen adjetivos propios para describir los aromas[1])
La mejor síntesis de este
“problema” lo escuche una vez en la Facultad de Derecho, cuando alguno de los
escasos profesores con intenciones de abrir mentes lo explicó de manera
contundente:
“La realidad es inabarcable, al menos para la mente
humana. Por ende, para poder acercarse a una comprensión de la realidad hay que
segmentarla y elegir una porción. Eso lógicamente es insuficiente y arbitrario.
Pero es lo único que podemos hacer al respecto...”
Motivaciones
Barrio Ana Mogas, San Pedro, Misiones, año 1999
En el año 1999 viajé por
primera a la Provincia de Misiones. En julio de aquel año y después de un viaje
interminable por las Rutas 9, 12 y 14 arribamos a una escuela en San Pedro,
llamada “María Ana Mogas”. Fue una hermosa experiencia matizada por el particular atractivo de la selva misionera, que en ese lugar está dominada por enomes araucarias. A tal punto que me acuerdo haber escrito que “las araucarias en el
anochecer parecían elevar sus palmas en alabanza al cosmos redentor”.
Y
particularmente recuerdo de ese viaje la visita al aula satélite[1]
del Paraje San Alberto, un pinar perdido en la zona de las sierras de Misiones.
Esas visitas se grabaron en
mí y avivaron las experiencias anteriores en otras escuelas rurales: la visita
a la Escuela Nº 927 de San Santiago de El Cedral (en Orán, Salta, año 1997) y a
la Escuela “Hilario Ascassubi”, de Colangüil (San Juan, año 1998).
Eran realidades insospechadas
para nosotros, pero allí estaban y nosotros íbamos a conocerlas. Bajo el vago
pretexto de la ayuda solidaria éramos adoptados por familias y niños que
nos tomaban a cargo de su amor y que al menos a mí, me dejaron profundamente
marcado.
Pasaron los meses, los años y
las ocupaciones y me dejé absorber por el sistema. Desaparecí de ese
plano de descubrimientos. Me distraje, como diría Facundo Cabral. Mas
las vueltas del devenir me hicieron reincidir en Misiones.
Trabé una gran amistad con
Bernardino González (Martín), un quijote ecologista que decidió
abandonar Buenos Aires para afincarse en las sierras de la selva
misionera, un mundo poco conocido y que el ser humano está extinguiendo poco a
poco. Fundó la Reserva Yaguaroundí para tratar de proteger el ecosistema
en la región de San Pedro.
Y en aquellos primeros años
viajé insistentemente a Yaguaroundí. Entraba al monte misionero con un machete
colombiano y toda la ingenuidad esperando ver un yaguareté, un puma o algún
animal monumental, lo cual resultaba una fantasía[1].
Es que uno puede cruzarse con monos o coatíes, con lagartos, con víboras y
hermosas aves... Pero la selva dista de ser mucho ese afiche escolar donde
todos los animales se muestran a la vez como para sacarse una foto.
Diría que me llevó casi diez
años superar esta cuasi frustración de “no ver” la selva. Aprendí algunas
cuantas cosas de Bernardino, quien con los años se convirtió en un agudo
observador de la Naturaleza. Además pude escuchar mucho a los lugareños, a
saber ex cazadores u obrajeros, que saben encontrar rastros con facilidad y manguear[2]
de manera experta.
Agregué también algo del
conocimiento de los biólogos que trabajaron en la Reserva y con el tiempo, fui
aquietando en parte mis ansias.
“Cuando alguien busca fácilmente puede
ocurrir que su ojo sólo se fije en lo que busca; pero como no lo halla, tampoco
deja entrar en su ser otra cosa, ya que únicamente piensa en lo que busca,
tiene un fin y está obsesionado con esa meta. Buscar significa tener un
objetivo. Encontrar, sin embargo, significa estar libre, abierto, no necesitar
ningún fin. Tú, venerable, quizás eres realmente uno que busca, pues
persiguiendo tu objetivo, no ves muchas cosas que están a la vista… ” [3]
Un día de enero, pasado el
mediodía –momento en que la selva está más quieta e inerme que nunca- me
adentré en un sendero y me detuve por unos largos minutos. Quieto, empecé a
percibir cuántas pequeñas cosas pasaban a mi alrededor: minúsculos seres de
extrañas formas copulaban sobre las matas de hojas. Los grillos a los cuales
nunca le prestaba atención me la llamaron. Una araña minúscula, pero blanca y
redonda como una perla caminaba delante de mis botas. En los arbustos sonaba
escondido un muy tenue y raro gorjeo y otros ruidos misteriosos venían de
profundidades inaccesibles del monte, por lo cual sólo debía intentar
escucharlos y optar entre el disfrute del misterio o el sufrimiento que genera
la imposibilidad de poseer. Querer saberlo todo, o tenerlo todo implica
sufrimiento. A veces (siempre) como diría Zitarrosa, “no se puede poder”.
Pero me fui por las ramas, cuando debería
sintetizar.
Le preguntaron una vez a
Graciela Montes[4]
por qué había empezado a escribir, y entonces ella contestó -palabras más, palabras menos- que durante su
vida “había leído tanto que la lectura la desbordó y entonces escribir fue una
consecuencia natural”. A lo que lo yo le llamaría “la Teoría del Derrame
(literario)”. Por otra parte, en algún momento de mi adolescencia, una
profesora de Literatura me dijo que para escribir hay que haber sufrido,
idea que me pareció bastante perturbadora y me amedrentó: no quería salir a
buscar material.
Por último, un psicólogo que
me aconsejó durante un buen tiempo, al comentarle la idea anterior, después de
mordisquear una galleta de arroz y apuntarme con lo que le quedaba en la mano,
me dijo pragmático: “para escribir… ¡hay que tener algo para contar!”.
Pues yo creo, de un modo
bastante convencional y poco arriesgado, que las tres posturas son parcialmente
ciertas, y que explican parte de este relato. Podría ser honesto y decir no he
leído tanto, no he sufrido tanto, ni tengo demasiado que contar, pero sumando
las tres tal vez convierta mis intenciones en algo digno.
Mea culpa
“El mundo
no es como lo vemos sino como somos”.
Aleksander Doba
Paralelamente a la
realización de nuestra travesía en kayak por uno de los ríos más extensos del
planeta, la kayakista alemana Freya Hoffmeister se encontraba circunnavegando América
del Sur, un trío de kayakistas tigrenses (el equipo del “Gen Yagán”) luchaba
contra las olas y el viento al sur de Tierra del Fuego, y unos meses después de
nuestra llegada, el polaco Aleksander Doba, de 67 años, terminaría un periplo
de 8.000 km. marinos entre Portugal y la Península de la Florida.
Si sigo buscando encontraré
que estos hechos extraordinarios se dan permanentemente a cada momento en
nuestro planeta desde hace siglos. Personas comunes que quieren ir más allá del
horizonte de sus rutinas, los cánones establecidos y las creencias instaladas y
cimentadas. Esto sucede desde que el ser humano pisa este mundo. Capacitado
para todo tipo de atrocidades y torpezas, es también apto para logros llenos de
inspiración y heroísmo.
Desde una mirada ególatra
experimento sensaciones contradictorias: sentirme parte de este grupo y a la
vez sentirme menos que ellos por la magnitud de sus hazañas. La comparación en
sí es una verdadera tontería, un pecado de inseguridad pero que a veces me
resulta inevitable. Supongo que el secreto es más bien lo contrario: esas
personas que nos parecen inalcanzables, o las que en nuestra inseguridad
quisiéramos igualar (o superar) son las que nos inspiran a vencer nuestras
propias limitaciones, que son –fundamentalmente- emocionales y mentales.
Cuando nos sentamos con Kike
a diagramar y soñar este viaje me ocurrió algo que quisiera describir con
objetividad.
El desafío deportivo de la
travesía no era suficiente. Y por gracia y obra de nuestras complejas
personalidades, sin darnos cuenta comenzamos a aplicar la máxima para qué
hacer las cosas fácil cuando se pueden hacer difíciles. Contra cualquier
tipo de lógica parece ser que, en algún momento, operamos de esta manera.
En pocos minutos de estar
tomando un café a la vera del Río Tigre, decidimos que la travesía Iguazú-Tigre
que intentaríamos hacer, sería “solidaria”. Y esto resultó de un cambalache de
componentes.
El plan sería ayudar a
escuelas rurales de Misiones con el doble objetivo de darle trascendencia y
lustre al proyecto pero también para justificar nuestros pedidos de apoyo a la
expedición, que a la postre sería un grave error estratégico. Un accionar interesado que
fue convenientemente castigado por el Universo.
Para el primero de julio de
2013 habíamos dado puntapié a nuestra campaña de medios, ya que nos harían la
primer entrevista en el programa radial “Razón y Locura”, de FM 88.3 La Barca,
de San Fernando.
Pocos días después se
producirían dos hechos que terminarían de dar contorno el proyecto.
[1]
Los últimos grandes felinos, al borde de la
extinción, se esconden en las profundidades vírgenes y solitarias de estos
ecosistemas subtropicales (la selva paranaense y la Yunga salteña) y la
posibilidad de encuentro es poco menos que nula.
La tarde del 31/12/2015 me crucé con un juvenil de puma
en el sendero del Tingazú, en Reserva Yaguaroundi.
[2]
El término manguear en Misiones es un sinónimo de espiar. Es muy
utilizado en caza, significa estar observando en actitud vigilante.
[4]
Graciela Montes. Escritora y traductora argentina nacida en 1947, dedicada
especialmente a la narrativa infantil. Se pueden citar entre más de 70 títulos Historia
de un amor exagerado, Y el árbol siguió creciendo Aventuras y desventuras de
Casiperro del Hambre, Cuatro Calles y un Problema, El club de los perfectos, La
guerra de los panes-
No hay comentarios:
Publicar un comentario