jueves, 24 de marzo de 2016

Se rebela el Paraná

3 de enero: Isla Pindoi - San Ignacio (20 km)


“Seguimos a la deriva, atentos al horizonte del sur, hasta llegar al Teyucuaré. La tormenta venía (...)  Viento y agua, ahora. Todo el río, sobre la cresta de las olas, estaba blanco por el chal de lluvia que el viento llevaba de una ola a otra, rompía y anudaba en bruscas sacudidas convulsivas. Luego, la fulminante rapidez con que se forman las olas a contracorriente en un río que no da fondo allí a sesenta brazas. En un solo minuto el Paraná se había transformado en un mar huracanado, y nosotros, en dos náufragos, íbamos siempre empujados de costado, tumbados, cargando veinte litros de agua a cada golpe de ola, ciegos de agua, con la cara dolorida por los latigazos de la lluvia y temblando de frío- Plena mar, en fín. Nuestra única esperanza era la playa de Blosset --playa de arcilla, felizmente, contra la cual nos precipitábamos; No sé si la canoa hubiera resistido a flote un golpe de agua más...”
                                                                       (Horacio Quiroga, “El Yaciyateré”)                                                                                                       
Al igual que en el Destacamento Oasis un día atrás, amaneció lloviendo. Las gotas del chaparrón repiqueteaban sobre el techo de chapa. Me revolví en el colchón blando y abracé la almohada. Por la ventana que miraba al río entraba aire fresco mezclado con el bullicio de chanchos y cacareo de gallinas. 
Kike, sentado contra la pared y desbordado por la emoción, estaba mirando -vía internet- una remake de "Robotech" en su celular. Allí, en esa chacra flotante, en ese peñón solitario, en el medio del inmenso Río Paraná...
Maldije en silencio al ver nuestra ropa chorreando agua de lluvia en el tendedero y cuando me disponía a estrujarla me llamó la atención, desde la lejanía brumosa del río, la lancha del destacamento de Prefectura de Puerto Maní, que se acercaba a la isla. Caminé descalzo por el pasto saturado de agua. Saludé a un chancho que me miró desconfiado, y confié en que tal vez Juancito ya habría aprontado el mate. 
Al poco rato estábamos compartiendo esos mates con los prefectos bajo el alero de la casa principal.  El río se veía calmo a pesar de la lluvia.

      - Más adelante, cerca de San Ignacio, el río se ensancha y se pone muy bravo. Yo les aconsejaría que esperen a que pare de llover... Y parece ser que hoy va a llover todo el día. – nos dijo uno de ellos. 

Tras el parlamento con los oficiales, ellos abordaron la lancha y se marcharon aguas arriba hacia Puerto Maní. Nosotros quedamos retozando en las sillas, mirando como las familias de pescadores comenzaban a encender fuego al amparo de un centenario, coposo y colosal árbol de mango[1] que era el orgullo de Juancito de la Isla.
Para el mediodía la atmósfera todavía seguía neblinosa. Kike oteó la lejanía del río y propuso reiniciar la navegación, estando todos de acuerdo. Luego radió a Puerto Maní y media hora después la patrullera estaba regresando a la isla para comenzar la escolta. La consabida lentitud de los preparativos terminó, y nos despedimos de Juancito y de su isla, y de sus animales y de sus inmensos árboles de mango.
Por primera vez en el viaje veríamos el río sangrado. Las fuertes lluvias caídas, especialmente en zonas donde la selva ha desaparecido, arrastran tierra colorada a los cursos de agua. Los arroyos cristalinos se tornan colorados y “la sangre de la selva” desagua finalmente en el Paraná que a su vez se colorea para alegría de los pescadores. Porque ellos esperan que con la turbiedad de las aguas los predadores del río asciendan desde la profundidades a realizar su cacería en el anonimato. Sin embargo, la sangre en el río no es más que la pérdida de las capas fértiles del suelo, muy finas y valiosas, por cierto.  



A las primeras remadas nos topamos con una cortina densa de llovizna y viento sur que comenzó a azuzar el agua. El Ártico hacía cabriolas en las olas de agua caliente y rojiza mientras poníamos proa a la costa paraguaya. La isla ya había quedado atrás.
Mantuvimos el ritmo parejo con los botes cabeceando. La brisa lluviosa dificultaba un poco la visión, pero ciertamente prefería eso al látigo de sol que esperaba por nosotros enrollado tras las nubes. Entonces el río viboreó y entramos en zona de calma. El viento, sin pasillo, no podía inmiscuirse por la costa arbolada de la selva, donde ya era visible que el agua del embalse Yacyretá había inundado sin piedad hacía muchos años. Un pequeño arenero paraguayo hurgaba en el fondo del río en ese mismo lugar.
Volvimos a girar -esta vez a la izquierda- y entramos en una cancha larguísima que seguramente nos pondría frente a San Ignacio. El viento pegaba otra vez pleno desde el Sur y en la lejanía de la superficie divisé manchones blancos que no eran otra cosa que corderitos[2]. Como dirían los españoles: “mal asunto”. Desde entonces empezaron dos de las horas más difíciles de navegación de nuestra travesía.
 No bien nos fuimos acercando a San Ignacio la fuerza del ventarrón se acrecentó, y a la par, el tenor de las olas. El viento del Sur genera una mala condición de navegación porque va a contrapelo del agua: mientras el río avanza con fuerza el viento intenta llevarlo para atrás y el único resultado de eso es que en la superficie las olas ganan altura y comienzan a romper pesadamente. Cerca de la ola que se va formando la corriente succiona, por lo que es importante mantener proa firme, porque allí reside la verdadera peligrosidad de la ola, y no en la mojadura espumosa de la que eventualmente uno puede ser víctima.


La situación se puso muy áspera en el momento en que mis cálculos me decían que varias de las olas estaban superando largamente el metro de altura. Por momentos los 5,20 metros de mi kayak aspiraron a la verticalidad poniendo proa más allá de los 45º y dejándome de cara al cielo para luego caer en el seno que existía las olas. La adrenalina no quitaba que me sintiera muy seguro capeando[3] la borrasca. Si había una circunstancia para la que estaba diseñado el bote era justamente ésa: el oleaje. En cambio Enrique, Lisandro y Milva disponían de kayaks más veloces pero no tan marineros. Y seguramente estarían trabajando un poco más que yo.  
Así era. Milva iba a la zaga evidentemente con algún problema pero Kike la acompañaba religiosamente y a su vez ambos eran escoltados por la patrulla de Prefectura.  Lisandro y yo avanzábamos en paralelo pero alejados, cosa me preocupaba y mucho. No sabía si Lisandro escuchaba mis gritos y advertencias, pero me pareció que en algún momento me insultó, probablemente en rosarino. Su ceño demostraba que tenía algún problema y cuando me puse a la par... vaya si tenia un problema:  su kayak estaba inundado, así que nos amadrinamos y empezamos a achicar. Mientras los botes subían y bajaban con las olas comenzábamos a acercarnos peligrosamente a un arenero fondeado en el canal. Rápidamente salimos de la zona y paleamos a toda máquina a la par hasta las playas de San Ignacio.



Milva, exánime y enfurecida con la Prefectura. Kike, con el timón averiado. Lisandro con filtraciones por cubierta.  Así llegamos. Para mí había sido una navegación sumamente entretenida por las dificultades que había presentado el río y la extraordinaria pericia marinera con que había respondido mi bote. 
Nos quedamos bajando revoluciones en la playa. Caminé por el agua mirando los cañadones de San Ignacio y pensaba la disparidad con la que el grupo hacia frente al desafío día a día. Cuando uno remaba como un toro al día siguiente iba a la zaga padeciendo. Cuando un par estaba al límite de sus fuerzas y sumido en algún malestar, la otra pareja parecía estar plácida y a gusto, regulando. Era bastante azarosa esta cuestión. La certeza era que ninguno de los integrantes  de la expedición se venía destacado por mostrar un rendimiento regular. No lo hablábamos, lo respetábamos.




[1] El árbol de mango está muy difundido en Misiones y Brasil, siendo de origen asiático (principalmente se lo encuentra en la India).
[2] Rompientes de olas
[3] De acuerdo a distintas circunstancias que se evalúan en cada singladura, a veces es conveniente capear un temporal (enfrentarlo con la proa de la embarcación) y en otras correr el temporal (dejarlo a popa) 

No hay comentarios:

Publicar un comentario