MISIONES
(Puerto
Iguazú a Candelaria: 344 km)
Isla Caraguatay, Río Paraná. Misiones
28 de diciembre. Puerto Iguazú - Puerto Libertad (47 km.)
“El sol. El aire arde como una llama invisible. Entre la
tierra calcinada y las zarzas secas, sedientas, hierven los insectos. Todo está
blanco, de un blanco impecable de metal en fundición. La temperatura, de puro
excesiva, apenas se siente. Un aturdimiento, una impresión de que pesamos el
doble, de que nos hundimos en una hoguera que no nos consume porque no somos
quizás más que cenizas. Imposible pensar. Caminamos empujados por el impalpable
aliento del horno. El sol: estamos dentro del sol.”
(Rafael Barrett, “Los Sucesos”, 15 de enero de 1907)
Para quien hace travesías en kayak y también –por qué no-
travesías y viajes en general, sabe que previo a todo gran viaje, los
preparativos minuciosos son tan fundamentales como cansadores. El estibaje de los botes y la preparación
del equipamiento en general nos llevó largas horas. Con Enrique no solo
cargaríamos ropa y comida en las embarcaciones. También había elementos un
tanto más delicados y fundamentales: GPS, teléfonos celulares, linternas de
distinto tipo, una computadora portátil, una tablet, las benditas
bengalas francesas (qué nos habían salido una pequeña fortuna y que Kike había
tenido que comprar en Eldorado, y que seguramente no íbamos a usar...) y
cuatro cartuchos de gas butano para alimentar el anafe. Este último ítem me
preocupaba especialmente, porque las temperaturas eran altísimas y la cubierta
de los botes hierve bajo rayo del sol. Tuve que envolver el peligroso
cargamento en papel aluminio, cartón y cinta, y el experimento a la postre dio
su resultado. Por su parte, los aparatos electrónicos debían ir absolutamente
resguardados de golpes, arena y humedad y para eso recurrimos a las clásicas
bolsas estancas.
A su vez, cada uno de nosotros llevaba en sus salvavidas
cuchillos, linternas, mantas de papel aluminizado, y una yesca de superviencia.
Y en pequeños compartimentos de los botes, la tijeras y los teléfonos
celulares.
Kike se ocupó de llevar los botes hasta el puerto en la
camioneta del viejo Pedro, un fletero muy amable de Iguazú. Y yo partí media
hora más tarde con Laura, su padre Tito y con Vale y Ana, sus hermanas.
Kike, remando en la Triple Frontera, sale desde el Rio Iguazú hacia el Paraná.
Cargamos las últimas cosas a los botes. El día estaba
extremadamente pesado por efecto de la ola misma de calor y de la pátina de
resolana que ponía un tinte blancuzco al cielo. Un gomón de Prefectura
gareteaba en el agua caliente y verdosa del Iguazú y desplazamos los
pesadísimos kayaks al agua dando las primeras paladas hacia la desembocadura.
Lisandro y Milva nos esperan 4 kilómetros río abajo.
El Paraná se mostraba calmo, pero pronto nos daríamos
cuenta que esos primeros kilómetros serían de los más complejos por el
encajonamiento del río. Pasamos dos o tres correderas poderosas con increíbles
remolinos demostrando pericia. Sin embargo, la peor de todas esperaba justo en
Playa Rosa, una barranca donde desembarcarían nuestros compañeros santafecinos.
Allí sólo atinamos a respetar el tremendo empuje del agua y dejarnos llevar
hasta un remanso. Recordé al dedillo las instrucciones de Pancho y Daniel
–kayakistas que ya habían estado por esta aguas- diciéndome: “Copiá los
remolinos, no los contradigas, porque ellos son los que te pueden tumbar el
bote”.
Paleamos alrededor de una hora seguidos por la Prefectura
admirados del extraño comportamiento del río. Allí, en el Alto Misiones, el
lecho es irregular y profundísimo, lo que hace que el agua haga movimientos verticales y brote por todos lados generando remolinos y masas que al desplazarse chocan entre sí.
“Salimos a las cinco de la tarde, en verano. Desde la
mañana no había viento. Se aprontaba una magnifica tormenta, y el calor pasaba
de lo soportable. El río corría untuoso bajo el cielo blanco. No podíamos
quitarnos un instante los anteojos amarillos, pues la doble reverberación de
cielo y agua enceguecía. Además, principio de jaqueca en mi compañero. Y ni el
más leve soplo de aire.
Pero una tarde así en Misiones, con una atmósfera de ésas
tras cinco días de viento norte, no indica nada bueno para el sujeto que está
derivando por el Paraná en canoa de carrera. Nada más difícil, por otro lado,
que remar en ese ambiente”
(Horacio Quiroga, “El Yaciyateré”)
En lo atinente al agua todo estaba bajo control. En lo
que refiere a las “cuestiones atmosféricas” (la vaporosa humedad, la
aguijoneante radiación y la incandescente temperatura) Lisandro y yo flaqueamos
rápidamente. El silencioso rosarino comenzó a atrasarse de manera preocupante,
y mientras Milva lo asistía, comprendí que yo también me había insolado. Tuve
la desesperante sensación de que no podía soportar el calor, no obstante remar
todos los veranos a pleno rayo de sol. Misiones parecía ser otra cosa... “Si así empezamos, voy a abandonar al tercer
día”, pensé. Me arrojé agua en la cabeza, pero el daño ya estaba hecho:
probablemente había sucedido mientras cargábamos los botes con Kike en tierra.
Allí me insolé.
Soledad y agobio, preludios de una tormenta.
Prefectura nos indicó detenernos para almorzar en un costa escueta y
arenosa en una especie de bahía reparada y con un árbol prodigioso de raíces
tentaculares que nos obsequiaba su maravillosa sombra. La sombra que
necesitábamos y el agua fresca del río eran ambos un bálsamo. Vi a Lisandro tan
afectado por el calor que pensé que de algún modo nos estábamos solidarizando
el uno con el otro. Y recordé la advertencia de Darío Berman en Tigre: “¿van a
remar en enero? Se van a cocinar...”
Cuando reiniciamos la remada algo ya había cambiado. Como
los autos nuevos, me había asentado y podía remar a mejor ritmo, más allá del
dolor de cabeza, que alcé para contemplar el cielo del lado paraguayo. Se lo
señalé a Kike. Y ambos vimos unas torres blancas trepando hacia el infinito
como el cuento de La Habichuela Mágica. ... Y pronto caerían habichuelas
mágicas...
Promediando la tarde el cielo se nubló y el río adquirió
un oscuro e intenso color verde. Del sur provino una bocanada de aire fresco
que presagiaba la lluvia y le hice saber a mis compañeros lo mucho que eso me
alegraba. Ahora bien, una vez iniciado el chaparrón devino en un desvergonzado
temporal y en el medio de esa cortina blanca de dolorosas y batientes gotas de
agua helada, el gomón anaranjado de la Prefectura cruzó frente a nosotros y el
timonel con un ademán nos indicó buscar la costa.
Justo se abre en ese sitio la boca del Arroyo Yasí, el
cual al adentrarse lleva al salto del mismo nombre. Ingresamos a él, atracamos los botes en la orilla y esperamos. La
lluvia que caía a plomo reforzaba la apariencia impactante de la selva nativa y
le confería a los árboles enormes un halo admirable y de profundo misterio. Me
acordé de esa línea de Spinetta:
No es necesario más / Ya se ven los tigres en la lluvia[1]
Los 40 largos minutos de esa tormenta subtropical
hicieron que los insolados empezáramos a tiritar. Observamos inermes la
cortina de agua con los pies hundidos en el blando barro colorado, el pelo
destilándonos lluvia fría por los rostros, y el silencio de la
incertidumbre. Pensamos entonces que
tal vez la la tormenta duraría mucho tiempo y con Kike decidimos armar un
cobertizo en la capuera. En ese momento la lluvia cesó.
Después de la tormenta, la expedición llega a Puerto Libertad.
Achicamos los botes y reemprendimos la navegación hacia
Puerto Libertad bajo el cielo plomizo. La atmósfera se había aliviado. En la
playa del destacamento nos esperaban, la Prefectura de Libertad, Laura y su
familia. Concluimos los primeros 47 kilómetros de navegación. Trajinados. Uno
por uno.
Termina el primer día
“El cielo, al poniente, se abría ahora en pantalla de
oro, y el río se había coloreado también. Desde la costa paraguaya, ya
entenebrecida, el monte dejaba caer sobre el río su frescura crepuscular, en
penetrantes efluvios de azahar y miel silvestre. Una pareja de guacamayos cruzó
muy alto y en silencio hacia el Paraguay”
Horacio Quiroga. “A la deriva”
El Destacamento de Prefectura Puerto Libertad está
parapetado en una barranca de más de 20 metros de alto que domina la
perspectiva del silencioso Paraná. Parece demasiado alto. Sin embargo, las
crecidas extraordinarias del Paraná llegan en esa zona a los 15 o 16 metros
sobre el nivel actual.
En un playón de cemento se encuentran unas lanchas
viejas, y al fondo está el casino de oficiales, que no es más que un salón con
cocina donde los efectivos se esparcen con la televisión, mates y mesas de
truco.
La frecuencia de los incidentes con el contrabando y el
paso de droga de una orilla a otra es alta, y –metafóricamente hablando- los
oficiales de Prefectura tienen una mano en el mate y otra en la en la
cartuchera para salir a tirotearse con sus Browning en la oscuridad. Así funciona aquí desde siempre, y se puede certificar en
los numerosos actos de servicio reconocidos y los decomisos de enormes
cargamentos de droga.
En el primer día el río fue menos complicado que lo esperado, pero el clima se mostró como un gran obstáculo.
Con las últimas luces nos acomodamos en una dependencia
apartada que los prefectos nos habilitaron y donde pudimos comer, ubicamos nuestros bártulos y las bolsas de dormir. Lisandro inmediatamente se echó
a descansar y cocinamos en el anafe. La progresiva oscuridad se alió a la
llovizna.
El sueño solo fue interrumpido por algún que otro
mosquito y un sapo cururú que entró tranquilamente por la puerta y decidió
amanecer junto a Milva. Barranca abajo, mientras dormitábamos, flotaban en la
orilla las dos lanchas de Prefectura iluminadas mortecinamente por un
reflector. Y más allá la nada total, la negrura del río y la selva
extendiéndose hasta el Paraguay.
Hermosa forma de relatar la travesía, me sentí dentro del kay.
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