Un día, mientras remábamos hacia Puerto Rico, de repente Milva nos preguntó a qué le teníamos miedo.
- Creo que mi mayor temor es no ser fiel a mí mismo, vivir toda mi vida sin respetar mi esencia... – dije, un tanto confuso, pero intentando no escaparme por la tangente.
- Eso es nada. En definitiva –dijo Milva sombríamente sarcástica y mirando a Enrique y a Lisandro- Franco le tiene temor a la muerte.
Fue un cachetazo porque el diagnóstico tenía su precisión: existe una relación invariable entre la falta de goce del presente y el temor a la muerte: una relación de reciprocidad. No era algo nuevo para mí. Sí el desparpajo con que Milva me interpretaba me resultó un tanto humillante. No le atribuí intencionalidad, ya que iba comprendiendo su forma de ser. Pero quedó grabado como un momento del viaje.
Este tipo de anécdotas se mezclaban con otras que eran simples momentos de contemplación de un entorno de belleza, como cuando en medio del oleaje pasó nadando junto a mi bote una hermosa culebra verde debatiéndose en el agua, en uno de esos días en que cabalgar el río de cara al viento era un lujo de la vida, algo cercano a un éxtasis silencioso.
Y como la vida y el viaje son así, al día siguiente sobrevenían el cansancio, el dolor muscular, turbiedad en la mente y en los pensamientos, o preocupaciones inexplicables. Cuando terciaban las dolencias físicas (como la insolación o la irritación en los ojos) la navegación se volvía una experiencia miserable, aunque eran pequeñísimos lapsos de un largo viaje.
Subir y bajar los kayaks, una dura labor en Misiones
Igualmente, para mi sorpresa, no había sucedido aquello a lo que tanto temía: la aparición del tedio, ese letargo mental de las larguísimas horas de remada que a la larga incidían en la concentración y en el rendimiento. Los problemas para mí eran de otra índole.
El primero, es que al tercer o cuarto día comencé a experimentar que no encajaba en el grupo y que me comportaba como un ser antipático que solo estaba para remarcar el retraso de la expedición. No me sentía registrado por por mis compañeros, que a su vez formaban un trío bastante compinche. Situación ésta, sutil pero palpable a la vez. Aunque lo peor era descubrir el fastidio de era darme cuenta de esta supuesta debilidad. Pasado el tiempo creo que el grupo simplemente se estaba conformando con lógicos reacomodamientos y crujidos, y todos debían sentir algún tipo de incomodidad.
Con el correr de los días, la travesía iba a poner sal en esta llaga que sentía y el río a recordarme en su rumor la imperiosa necesidad de ponerme en contacto con mi interior, con mi sentir verdadero. Como el tema de Santana, con La Fuente del Ritmo.
Con el correr de los días, la travesía iba a poner sal en esta llaga que sentía y el río a recordarme en su rumor la imperiosa necesidad de ponerme en contacto con mi interior, con mi sentir verdadero. Como el tema de Santana, con La Fuente del Ritmo.
Lisandro y Milva, el primer día de navegación: botes nuevos y poco equipaje.
Mientras que a Milva y a Lisandro los conocía desde hacía muy pocos días, a Enrique lo conocía desde hacía más de 20 años, y si bien la vida nos llevó por caminos distintos, este proyecto nos había reencontrado para seguirlo conocimiendo.
La particular personalidad de Kike atrajo inmediatamente el interés de Milva y Lisandro. Yo necesitaba que Kike aportara sus habilidades para la navegación, no “que lo distrajeran...!”. En parte, por mi deseo de prevalecer como líder y a la vez por una virtud que hoy reivindico, que era la de ser el más consciente de los integrantes en cuanto a los peligros y dificultades del viaje.
Cuando llegaba a tierra las cosas no eran mejores, porque el viaje había amplificado el desgaste de mi relación de pareja, y calculaba que los pronósticos no eran buenos. No la pasaba bien por momentos. Sí, la cosa no era tan terrible ni la muerte de nadie. Nada que no le haya sucedido a cualquier mortal. Pero cuando te calza el traje de pesimista, cuesta sacártelo de encima. Y así fueron por momentos algunos pasajes de mi viaje.
El otro problema de este “capítulo negro” era el cansancio que me generaban los cálculos... Algunas veces a favor y otras en contra, mi cabeza siempre estaba haciendo cálculos y se encontraba permanentemente alerta de la vida de la expedición. Era vital mantener buena relación y comunicación con la Prefectura, no cometer groseros errores en la navegación, mantener a los botes lejos de algunos peligros como la noche, las piedras, los remolinos, situaciones meteorológicas adversas y sobre todos a otras embarcaciones (que ciertamente en Misiones eran casi inexistentes).
En un momento me di cuenta de que si bien todos colaborábamos en la navegación, solo yo había estudiado bien el recorrido y tenía cabal idea de distancias y tiempos. Ejercer esa condición me gustaba y me torturaba a la vez, y sabía que necesitaba del concurso de Enrique, que se mostraba indolente en la cuestión, aunque era el único de nosotros que sabía operar el GPS. Milva y Lisandro tenían agallas -probablemente más que yo- pero habían confiado en nuestra información y el conocimiento que pudiéramos tener.
Con el curso del viaje, los sucesos y las relaciones encontrarían encajes y lógicas.
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Los largos días de navegación hicieron que sucediera algo muy natural. Si la expedición avanzaba con el fluir del río, algo tenía que empezar a fluir en nosotros. Creo que por eso alcancé algún nivel de comprensión pasado el tiempo: sin conocer a fondo a mis tres compañeros (Enrique incluido), me percaté que cada uno de nosotros tenía sus luces y sombras personales.
En la inmensidad del río, en ese diálogo de movimiento con la naturaleza omnipresente, que nos tenía a su merced y sin embargo nos abría sus puertas, los silencios de cada uno de nosotros eran declamaciones bien audibles. No los escuchaba muy bien en aquel momento, pero sus ecos los tengo conmigo ahora.
Tanto para Lisandro como para mí, el surgimiento de compañeros desconocidos cambió mucho nuestras expectativas y no era fácilmente aceptado -por distintos motivos-, mientras que Milva y Enrique parecían tomarlo con naturalidad e incluso disfrutarlo.
En esos primeros días de expedición, en resumen, yo estuve demasiado alerta; Lisandro, cortándose solo a mi proa a unos 300 o 400 metros ensimismado en su propia soledad; Milva iba a la zaga retrasada y Kike, con ella, en una especie de distracción indescifrable. A este ritmo ¿cuánto duraría nuestro viaje?
Estábamos solos, y por momentos parecía que cada uno quería estar más solo.
5 de enero: San Ignacio - Candelaria
Al amanecer, el día nos sonrió con sol y nulo viento, como si nos hubiera querido compensar por los vaivenes de la sufrida jornada anterior. Este era un marco ideal para poder terminar la Etapa Misiones, que terminaría totalizando 344 kilómetros.
Navegábamos con algo de brisa del Sur y el cielo límpido. Cruzamos el mítico Arroyo Yabebiry (según Horacio Quiroga, un río donde las rayas se peleaban a muerte con los yaguaretés) y recalamos cerca del Puerto de Santa Ana, donde en las playas hacen la siesta los areneros, y se refugian los pescadores. Amarramos los botes en unas aguas bajas y caminamos hasta una casa cercana a la costa, donde acampaban pescadores.
Allí fuimos bienvenidos y nos ofrecieron asiento bajo la galería. Su dueño nos sirvió algo fresco, nos habló de los secretos del Paraná y nos mostró fotos de antiguas excursiones de pesca.
Allí fuimos bienvenidos y nos ofrecieron asiento bajo la galería. Su dueño nos sirvió algo fresco, nos habló de los secretos del Paraná y nos mostró fotos de antiguas excursiones de pesca.
Media hora después nos levantamos y abordamos. Seguidos por la intimidatoria lancha de Prefectura a la distancia, hicimos los últimos kilómetros sobre el agua color terracota, sus cancinos caminos de palos y espuma.
Mientras, me llamaba la atención el porte de las casas sobre las verdes barrancas de Santa Ana y Candelaria. Cantando, y disfrutando una de las mejores tardes del viaje, inicié el cruce del Paraná hacia el apostadero de Candelaria. Terminaba la expedición en Misiones.
En el apostadero de Prefectura Candelaria, 30 km. al norte de Posadas, nos esperaba Laura, y todos juntos a bordo de una camioneta de la Prefectura fuimos a recorrer el pueblo en busca del almuerzo. El personal del destacamento fue extraordinariamente amable, y nos indicó donde armar nuestras bolsas de dormir, donde bañarnos, y siempre se mostraron prestos a colaborar con nosotros.