sábado, 30 de abril de 2016

Como los indios

Atardecer en el islote del Km. 1123 del Río Paraná

Al despertar percibí -casi de inmediato- las extrañas sensaciones de decaimiento que me entregaba el cuerpo. Poco había quedado del brío del día anterior. Me recordé a mí mismo cruzando al galope las olas azules de la tarde, y la particular imagen de la culebra verde y brillante que había interceptado mi bote reptando solitaria la superficie del río. En fin… había que sacarse el sopor y ponerse a remar. Otra vez.
Enrique hizo trinar el silbato (todos llevábamos en los salvavidas) y gritó al estilo de la Prefectura: ¡I- ZEN! (por "izar la bandera").
Desarmamos las carpas, guardamos todo en las bodegas, me embadurné de bronceador y salimos lentamente de la protección de nuestro campamento a un río manso y distinto. De pronto observé que había cambiado el color del agua, que ya no era azul sino que tenía un tinte lechoso. Por la margen contraria, que estaba muy pero muy lejos, venia bajando el sedimento del Río Paraguay, que desemboca unos pocos kilómetros al norte de la Ciudad de Corrientes. Algo de ese sedimento de barro logra a estas alturas cruzar el río y empezar a preñar el agua transparente que ya conocíamos.
Ponemos proa hacia Empedrado.   

“Es la hora de la siesta en Misiones y hace 45 grados. El gato está tirado en el piso y ve a la laucha correr por el tirante. La mira y le dice, sin moverse: “ya te voy agarrar…”

Me reflejo en el espíritu de la anécdota del Chango Spasiuk. El calor es el mismo de siempre, pero por alguna razón siento que me castiga peor que nunca. Afortunadamente el río está en calma y no habrá que hacer ningún esfuerzo extra. 

Remolcador de empuje con 16 barcazas. Empedrado, Corrientes.


Al mediodía deberíamos estar llegando a Empedrado, “La Perla del Paraná”. Exánime yo, entramos todos en un brazo viejo del río que allí nos conducía a nuestro destino. 
Algo llama nuestra atención.
Las enormes barrancas que nos fueron acompañando todo el viaje, aquí en Empedrado están desarmadas, desgajadas, erosionadas a tal punto que solo son montañas de extrañas formas que hacen el paisaje muy extraño.  

Llegada a Empedrado, Corrientes

La visita a Empedrado tiene casi un carácter burocrático y necesario, lamentablemente. Del mismo modo que ha sucedido con Itatí y con Corrientes capital. En caso de disponer de tiempo y recursos ilimitados bien podríamos habernos quedado aquí uno o dos días, pero nuestra suerte es de la de la mayoría de los mortales: administramos este desafío en un mar de debilidades, estrecheces y limitaciones de todo tipo. Por lo tanto, cumplimos con la rutina de descansar, almorzar, bañarnos en el río, intercambiar palabras con ocasionales curiosos, proveernos de agua potable y provisiones. 
Este último punto nos da un trabajo especial. Pasado el mediodía acompaño a Kike a recorrer el pueblo dormido hasta encontrar un humilde almacén donde nos hacemos de agua, galletas, y elementos de primera necesidad, ya que no sabemos con exactitud cuándo podremos proveernos de vuelta. El próximo destino en nuestra ruta es Bella Vista, pero hasta allí tenemos otro largo y complejo tramo. Si en él se desataran condiciones climáticas adversas deberíamos entonces esperar o modificar el recorrido, y por eso siempre debíamos estar con las bodegas llenas para no tener que recurrir lisa y llanamente a las herramientas de supervivencia... que también teníamos.   
Fustigaba por enésima vez, el sol, y así nos hicimos al agua por un brazo secundario del río remando de manera cansina.    
 No muchos kilómetros al Sur de Empedrado decidimos detener definitivamente nuestra navegación. Todos habían tomado nota de que no era mi mejor día, y siendo las 4 de la tarde comenzaron a buscar un islote para recalar. Inexplicablemente yo me sentía mejor, y creía que podríamos remar al menos dos horas más. 
"Mejor parar ahora y mañana partir temprano", dijo Enrique.

Como los indios

A la distancia era un islote insignificante en la inmensidad del Paraná. Nos acercamos a él y estimamos que tendría unos 300 metros de largo, poblados casi en su totalidad por un bosque de alisos. Con el sol dorado rebotando en el agua los botes se detuvieron en la arena, blanca, finísima, y nos alegramos mucho de llegar a ese lugar, tan hermoso como solitario.   




Entre los alisos hallamos un pequeño claro para tender las carpas. Los carpinchos, al escucharnos, se lanzaron al agua por la orilla opuesta, por donde pasaba otro brazo del río. Nos quitamos la ropa -siempre mojada- y aseguramos los botes atándolos a los árboles. En el campamento cada uno hace lo suyo.
Enrique prendió fuego prolijamente y calentó agua para el mate. Milva colgaba su ropa y se baña en la orilla del río como una indígena. Después le sigue Lisandro y finalmente yo.
No deja llamarme la atención, veinte días después de haber iniciado el viaje, esta relación tan directa que tenemos con la naturaleza. Máxime cuando a lo largo de estos miles de kilómetros de río incontables hombres y mujeres de pueblos originarios vivieron con y del río.  
Los cronistas de indias hablaban de comunidades afincadas a orillas del Paraná de entre diez y cien mil personas según el pueblo, pero todos ellos guerreros y canoeros por necesidad; así se pueden mencionar -desordenadamente- a los timbúes, chanás, mocoretás, quiloazas, caracaras, guayquirarós, abipones, jaukanigás, y decenas de otros. Uno de esos “otros” (a decir verdad, bastante desconocido para mí) fue el pueblo mepene, el que más se extendió hacia el Norte del Río Paraná. 
“(...) Pero los que se encontraban más al norte eran los mepene, que poblaban originalmente el norte de Corrientes, más o menos hasta Yacyretá” [1].
Mepene significaría en lengua guaraní “no pasarán”, y esto viene a cuento de un hecho acaecido en este río hace unos 470 años: el enfrentamiento entre la expedición de Juan de Ayolas y este pueblo originario: 

“De allí partimos y llegamos a una nación que se llaman Mapenuss. Estos son fuertes como de 100.000 hombres, viven en todas partes de aquella tierra, que se extiende por unas 40 millas a uno y otro viento, pero se los puede reunir a todos por tierra y agua en 2 días; tienen más canoas o esquifes que cualquier otra nación de las que hasta allí habíamos visto; en cada una de estas canoas o esquifes cabían hasta 20 personas. Esta gente nos salió al encuentro por agua en son de guerra, con 500 canoas o esquifes, pero sin sacarnos mayor ventaja, les matamos a muchos con nuestros arcabuces, porque hasta entonces no habían visto arcabuces ni cristianos. Mas cuando llegamos a sus casas no les pudimos sacar ventaja alguna, porque el lugar distaba una milla de camino del agua Paranaw, donde teníamos los navíos, y sus pueblos estaban rodeados de agua muy profunda a todos vientos, así que no les pudimos hacer mal alguno, ni quitarles nada; y como birlamos 250 canoas, o esquifes, las quemamos y destruimos. Tampoco nos pareció prudente apartarnos demasiado de nuestros navíos, porque recelábamos que nos pudiesen atacar por el lado opuesto; así, pues, nos volvimos a los navíos; porque la guerra que ellos hacen es sólo por agua...”

Con la caída del sol me introduje en el bosquecito de alisos, casi por aburrimiento, y de pronto hallé algo que si bien no era sorpresa nunca dejaba de incomodar: un campamento abandonado de cazadores. 

14 de enero. Km. 1123 - Bella Vista



La noche en el islote fue sumamente extraña y bella. Se desplegó sobre el río una luna rotunda, que nos acompañó mientras cenamos y bebimos un poco de vino. Lisandro se despachó con sus anécdotas rosarinas, que involucraban personajes inverosímiles, excesos, y submundos que sale a explorar en su afán de cronista.  
En esos momentos comenzamos a escuchar disparos y entre la oscuridad divisamos una lancha río arriba carpincheando.  Debatimos qué hacer, y finalmente decidimos no darnos a conocer e irnos a las carpas. 
Amaneció igualmente calmo, y después de una hora de preparativos, abordamos. Buscamos rápidamente el boyado del canal, casi siempre copiando la silueta de la costa de la Provincia del Chaco, donde el río corre como una planicie perfecta densamente marrón. Las costas del Chaco son así, bajas, barrosas, profusas de palerío y troncos hundidos, y silenciosa.
Mapa del jesuita alemán Martin Dobrinzhoffer


Se presume que con el correr de los siglos los mepenes se unieron a la nación abipona (que habitó grandes extensiones del Gran Chaco) y se fusionaron habitando las zonas bajas y los humedales al otro lado del río (Chaco y el norte de Santa Fe). Se cree que este subgrupo no era otro que el denominado pueblo de los jaakaunigás .

Para las primeras décadas del siglo XVIII una parte de la nación abipona había sido reducida por la Orden de los Jesuitas en distintos sitios de Formosa, Santa Fe, Chaco y Corrientes, destacándose las reducciones de San Fernando del Río Negro (actual Ciudad de Resistencia) y la de San Fernando de las Garzas (70 familias, en cercanías de la actual Bella Vista, Corrientes). Ahora bien, expulsados los jesuitas en 1768, el “problema abipón” recrudeció, lo que le obligó al Gobierno de Corrientes a firmar dos Tratados de Paz con este pueblo en 1822 y 1824.

Arenal frente a Villa Piracuacito, Chaco.



Salvo por un descanso en el arenal que se sitúa frente a Villa Piracuacito, continuamos invariablemente nuestra navegación siguiendo las balizas y descontando kilometraje con el río extraordinariamente calmo. Solo pomposas nubes se distribuyen equitativamente en el cielo.
Atracamos horas después en una isla del lado santafecino, a decir verdad, un sitio bastante incómodo. Aquí ya no hay arenales ni sombras. Todo es barro y bosques ralos, con vegetación espinosa y ramas que asoman del agua. Almorzamos en un pedazo de tierra con los pies en el agua y tratando de protegernos del sol y los abejorros. 
Al reanudar la remada salimos del cauce principal del Paraná y cortamos camino por un brazo desde el que pudimos divisar la costa de Bella Vista. Navegamos paralelos a interminables bosques de alisos (el aliso es llamado "palo bobo", ya que es un tronco que prácticamente no se ramifica ni tuerce, crece en cercanías del agua) que caen en bloques al agua a medida que el agua hace su trabajo de erosión en las islas bajas. 
Nos reencontramos con el canal navegable más adelante  y finalmente iniciamos un cruce tranquilo pero realmente interminable hacia el puerto de Bella Vista. Atracamos en la playa y nos tumbamos con los cuerpos inertes y semisumergidos.

·         




Los abipones, en términos generales, fueron los más consistentes en resistir a los blancos, enfrentándolos en distintos puntos del territorio: Chaco, norte de Santa Fe, Santiago del Estero y Corrientes.  Aquí recojo la anécdota:
“El 24 de julio del 39 [NdelA: 1739] la nación abipona, mbocobís, y sus aliados asaltaron el paraje del Río Empedrado, a distancia de esta ciudad de doce leguas. Ejecutaron once muertes, cautivaron cuatro personas,  saquearon tres casas y una carreta que iba de camino (...) Repitiéndolos (NdelA: los saqueos) en distintos parajes de esta campaña y estancias desde el pueblo de Santa Lucía hasta el de Itatí por toda la costa dilatada en más de sesenta leguas introduciéndose también la tierra adentro hicieron lastimosas y frecuentes matanzas,  hasta en las inmediaciones de esta ciudad, y a pesar del cuidado y fatiga de estos vecinos, no pudiendo resistirlos, quedaron despobladas las estancias...” 

Los abipones que habían sido reducidos se concentraron en Las Garzas, y se entiende que ellos mismos intentaban disuadir las incursiones de los abipones chaqueños no sometidos. Luego estas familias abiponas fueron desplazadas (junto con otros pobladores traídos al efecto) al paraje La Crucecita para ser fundada Bella Vista por orden del gobernador correntino Pedro Ferré.
Es decir, que la historia nos acompaña, también, río abajo.

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