sábado, 30 de abril de 2016

Como los indios

Atardecer en el islote del Km. 1123 del Río Paraná

Al despertar percibí -casi de inmediato- las extrañas sensaciones de decaimiento que me entregaba el cuerpo. Poco había quedado del brío del día anterior. Me recordé a mí mismo cruzando al galope las olas azules de la tarde, y la particular imagen de la culebra verde y brillante que había interceptado mi bote reptando solitaria la superficie del río. En fin… había que sacarse el sopor y ponerse a remar. Otra vez.
Enrique hizo trinar el silbato (todos llevábamos en los salvavidas) y gritó al estilo de la Prefectura: ¡I- ZEN! (por "izar la bandera").
Desarmamos las carpas, guardamos todo en las bodegas, me embadurné de bronceador y salimos lentamente de la protección de nuestro campamento a un río manso y distinto. De pronto observé que había cambiado el color del agua, que ya no era azul sino que tenía un tinte lechoso. Por la margen contraria, que estaba muy pero muy lejos, venia bajando el sedimento del Río Paraguay, que desemboca unos pocos kilómetros al norte de la Ciudad de Corrientes. Algo de ese sedimento de barro logra a estas alturas cruzar el río y empezar a preñar el agua transparente que ya conocíamos.
Ponemos proa hacia Empedrado.   

“Es la hora de la siesta en Misiones y hace 45 grados. El gato está tirado en el piso y ve a la laucha correr por el tirante. La mira y le dice, sin moverse: “ya te voy agarrar…”

Me reflejo en el espíritu de la anécdota del Chango Spasiuk. El calor es el mismo de siempre, pero por alguna razón siento que me castiga peor que nunca. Afortunadamente el río está en calma y no habrá que hacer ningún esfuerzo extra. 

Remolcador de empuje con 16 barcazas. Empedrado, Corrientes.


Al mediodía deberíamos estar llegando a Empedrado, “La Perla del Paraná”. Exánime yo, entramos todos en un brazo viejo del río que allí nos conducía a nuestro destino. 
Algo llama nuestra atención.
Las enormes barrancas que nos fueron acompañando todo el viaje, aquí en Empedrado están desarmadas, desgajadas, erosionadas a tal punto que solo son montañas de extrañas formas que hacen el paisaje muy extraño.  

Llegada a Empedrado, Corrientes

La visita a Empedrado tiene casi un carácter burocrático y necesario, lamentablemente. Del mismo modo que ha sucedido con Itatí y con Corrientes capital. En caso de disponer de tiempo y recursos ilimitados bien podríamos habernos quedado aquí uno o dos días, pero nuestra suerte es de la de la mayoría de los mortales: administramos este desafío en un mar de debilidades, estrecheces y limitaciones de todo tipo. Por lo tanto, cumplimos con la rutina de descansar, almorzar, bañarnos en el río, intercambiar palabras con ocasionales curiosos, proveernos de agua potable y provisiones. 
Este último punto nos da un trabajo especial. Pasado el mediodía acompaño a Kike a recorrer el pueblo dormido hasta encontrar un humilde almacén donde nos hacemos de agua, galletas, y elementos de primera necesidad, ya que no sabemos con exactitud cuándo podremos proveernos de vuelta. El próximo destino en nuestra ruta es Bella Vista, pero hasta allí tenemos otro largo y complejo tramo. Si en él se desataran condiciones climáticas adversas deberíamos entonces esperar o modificar el recorrido, y por eso siempre debíamos estar con las bodegas llenas para no tener que recurrir lisa y llanamente a las herramientas de supervivencia... que también teníamos.   
Fustigaba por enésima vez, el sol, y así nos hicimos al agua por un brazo secundario del río remando de manera cansina.    
 No muchos kilómetros al Sur de Empedrado decidimos detener definitivamente nuestra navegación. Todos habían tomado nota de que no era mi mejor día, y siendo las 4 de la tarde comenzaron a buscar un islote para recalar. Inexplicablemente yo me sentía mejor, y creía que podríamos remar al menos dos horas más. 
"Mejor parar ahora y mañana partir temprano", dijo Enrique.

Como los indios

A la distancia era un islote insignificante en la inmensidad del Paraná. Nos acercamos a él y estimamos que tendría unos 300 metros de largo, poblados casi en su totalidad por un bosque de alisos. Con el sol dorado rebotando en el agua los botes se detuvieron en la arena, blanca, finísima, y nos alegramos mucho de llegar a ese lugar, tan hermoso como solitario.   




Entre los alisos hallamos un pequeño claro para tender las carpas. Los carpinchos, al escucharnos, se lanzaron al agua por la orilla opuesta, por donde pasaba otro brazo del río. Nos quitamos la ropa -siempre mojada- y aseguramos los botes atándolos a los árboles. En el campamento cada uno hace lo suyo.
Enrique prendió fuego prolijamente y calentó agua para el mate. Milva colgaba su ropa y se baña en la orilla del río como una indígena. Después le sigue Lisandro y finalmente yo.
No deja llamarme la atención, veinte días después de haber iniciado el viaje, esta relación tan directa que tenemos con la naturaleza. Máxime cuando a lo largo de estos miles de kilómetros de río incontables hombres y mujeres de pueblos originarios vivieron con y del río.  
Los cronistas de indias hablaban de comunidades afincadas a orillas del Paraná de entre diez y cien mil personas según el pueblo, pero todos ellos guerreros y canoeros por necesidad; así se pueden mencionar -desordenadamente- a los timbúes, chanás, mocoretás, quiloazas, caracaras, guayquirarós, abipones, jaukanigás, y decenas de otros. Uno de esos “otros” (a decir verdad, bastante desconocido para mí) fue el pueblo mepene, el que más se extendió hacia el Norte del Río Paraná. 
“(...) Pero los que se encontraban más al norte eran los mepene, que poblaban originalmente el norte de Corrientes, más o menos hasta Yacyretá” [1].
Mepene significaría en lengua guaraní “no pasarán”, y esto viene a cuento de un hecho acaecido en este río hace unos 470 años: el enfrentamiento entre la expedición de Juan de Ayolas y este pueblo originario: 

“De allí partimos y llegamos a una nación que se llaman Mapenuss. Estos son fuertes como de 100.000 hombres, viven en todas partes de aquella tierra, que se extiende por unas 40 millas a uno y otro viento, pero se los puede reunir a todos por tierra y agua en 2 días; tienen más canoas o esquifes que cualquier otra nación de las que hasta allí habíamos visto; en cada una de estas canoas o esquifes cabían hasta 20 personas. Esta gente nos salió al encuentro por agua en son de guerra, con 500 canoas o esquifes, pero sin sacarnos mayor ventaja, les matamos a muchos con nuestros arcabuces, porque hasta entonces no habían visto arcabuces ni cristianos. Mas cuando llegamos a sus casas no les pudimos sacar ventaja alguna, porque el lugar distaba una milla de camino del agua Paranaw, donde teníamos los navíos, y sus pueblos estaban rodeados de agua muy profunda a todos vientos, así que no les pudimos hacer mal alguno, ni quitarles nada; y como birlamos 250 canoas, o esquifes, las quemamos y destruimos. Tampoco nos pareció prudente apartarnos demasiado de nuestros navíos, porque recelábamos que nos pudiesen atacar por el lado opuesto; así, pues, nos volvimos a los navíos; porque la guerra que ellos hacen es sólo por agua...”

Con la caída del sol me introduje en el bosquecito de alisos, casi por aburrimiento, y de pronto hallé algo que si bien no era sorpresa nunca dejaba de incomodar: un campamento abandonado de cazadores. 

14 de enero. Km. 1123 - Bella Vista



La noche en el islote fue sumamente extraña y bella. Se desplegó sobre el río una luna rotunda, que nos acompañó mientras cenamos y bebimos un poco de vino. Lisandro se despachó con sus anécdotas rosarinas, que involucraban personajes inverosímiles, excesos, y submundos que sale a explorar en su afán de cronista.  
En esos momentos comenzamos a escuchar disparos y entre la oscuridad divisamos una lancha río arriba carpincheando.  Debatimos qué hacer, y finalmente decidimos no darnos a conocer e irnos a las carpas. 
Amaneció igualmente calmo, y después de una hora de preparativos, abordamos. Buscamos rápidamente el boyado del canal, casi siempre copiando la silueta de la costa de la Provincia del Chaco, donde el río corre como una planicie perfecta densamente marrón. Las costas del Chaco son así, bajas, barrosas, profusas de palerío y troncos hundidos, y silenciosa.
Mapa del jesuita alemán Martin Dobrinzhoffer


Se presume que con el correr de los siglos los mepenes se unieron a la nación abipona (que habitó grandes extensiones del Gran Chaco) y se fusionaron habitando las zonas bajas y los humedales al otro lado del río (Chaco y el norte de Santa Fe). Se cree que este subgrupo no era otro que el denominado pueblo de los jaakaunigás .

Para las primeras décadas del siglo XVIII una parte de la nación abipona había sido reducida por la Orden de los Jesuitas en distintos sitios de Formosa, Santa Fe, Chaco y Corrientes, destacándose las reducciones de San Fernando del Río Negro (actual Ciudad de Resistencia) y la de San Fernando de las Garzas (70 familias, en cercanías de la actual Bella Vista, Corrientes). Ahora bien, expulsados los jesuitas en 1768, el “problema abipón” recrudeció, lo que le obligó al Gobierno de Corrientes a firmar dos Tratados de Paz con este pueblo en 1822 y 1824.

Arenal frente a Villa Piracuacito, Chaco.



Salvo por un descanso en el arenal que se sitúa frente a Villa Piracuacito, continuamos invariablemente nuestra navegación siguiendo las balizas y descontando kilometraje con el río extraordinariamente calmo. Solo pomposas nubes se distribuyen equitativamente en el cielo.
Atracamos horas después en una isla del lado santafecino, a decir verdad, un sitio bastante incómodo. Aquí ya no hay arenales ni sombras. Todo es barro y bosques ralos, con vegetación espinosa y ramas que asoman del agua. Almorzamos en un pedazo de tierra con los pies en el agua y tratando de protegernos del sol y los abejorros. 
Al reanudar la remada salimos del cauce principal del Paraná y cortamos camino por un brazo desde el que pudimos divisar la costa de Bella Vista. Navegamos paralelos a interminables bosques de alisos (el aliso es llamado "palo bobo", ya que es un tronco que prácticamente no se ramifica ni tuerce, crece en cercanías del agua) que caen en bloques al agua a medida que el agua hace su trabajo de erosión en las islas bajas. 
Nos reencontramos con el canal navegable más adelante  y finalmente iniciamos un cruce tranquilo pero realmente interminable hacia el puerto de Bella Vista. Atracamos en la playa y nos tumbamos con los cuerpos inertes y semisumergidos.

·         




Los abipones, en términos generales, fueron los más consistentes en resistir a los blancos, enfrentándolos en distintos puntos del territorio: Chaco, norte de Santa Fe, Santiago del Estero y Corrientes.  Aquí recojo la anécdota:
“El 24 de julio del 39 [NdelA: 1739] la nación abipona, mbocobís, y sus aliados asaltaron el paraje del Río Empedrado, a distancia de esta ciudad de doce leguas. Ejecutaron once muertes, cautivaron cuatro personas,  saquearon tres casas y una carreta que iba de camino (...) Repitiéndolos (NdelA: los saqueos) en distintos parajes de esta campaña y estancias desde el pueblo de Santa Lucía hasta el de Itatí por toda la costa dilatada en más de sesenta leguas introduciéndose también la tierra adentro hicieron lastimosas y frecuentes matanzas,  hasta en las inmediaciones de esta ciudad, y a pesar del cuidado y fatiga de estos vecinos, no pudiendo resistirlos, quedaron despobladas las estancias...” 

Los abipones que habían sido reducidos se concentraron en Las Garzas, y se entiende que ellos mismos intentaban disuadir las incursiones de los abipones chaqueños no sometidos. Luego estas familias abiponas fueron desplazadas (junto con otros pobladores traídos al efecto) al paraje La Crucecita para ser fundada Bella Vista por orden del gobernador correntino Pedro Ferré.
Es decir, que la historia nos acompaña, también, río abajo.

sábado, 23 de abril de 2016

Poniendo rumbo Sur


Dejamos atrás Paso de la Patria con el ambicioso objetivo de remar casi 100 kilómetros hasta las cercanías de Empedrado. Era menester recuperar algo del retraso sufrido por el mal tiempo en este punto de nuestro derrotero. 
Una brisa fresca nos acompañó a lo largo de toda la mañana y la navegación no fue del todo sencilla por la presencia constante de bancos de arena: en algunos tramos veía a mis compañeros bajarse de sus botes para arrastrarlos y luego buscar profundidad nuevamente. Entonces, las colonias de rayadores y atíes graznaban indignadas ante nuestra presencia y luego levantaban vuelo agresivamente. 
La navegación hasta la Ciudad de Corrientes tuvo como única novedad la aparición de los remolcadores y sus barcazas, yunta náutica que desde entonces se convertiría en parte común del paisaje. Porque, claro, estábamos ingresando en la ruta naviera Buenos Aires - Asunción, la pomposamente llamada Hidrovía. Nuestros 580 kilómetros de travesía hasta ese momento se habían desarrollado por una ruta prácticamente muerta, donde la navegación de grandes barcos era nula, a tal punto que no existía en el río ningún tipo de demarcación, balizado u operadores de radio trabajando.



Ni el sol ni las nubes se decidían a imponerse en el momento que avistamos el casco de la Ciudad de Corrientes, sus primeros caseríos y más tarde  sus muelles y astilleros. A horas del mediodía ya estábamos ingresando a la dársena del Club Regatas de Corrientes donde fuimos bien recibidos.
Los botes quedan en la rampa del club, adonde hemos llegado para premiarnos con un buen almuerzo. Con nuestro aspecto desgreñado nos paseamos por los pasillos y nos topamos con un grupo de personas que se interesan en nuestro viaje. Son los integrantes del equipo Senior de remo del Club Regatas, quienes nos brindan datos importantes para la navegación. Además nos cuentan que han tenido varios campeones argentinos, continentales, y representantes en Juegos Olímpicos. 







Milva, Enrique y Lisandro entran al restaurant del club. Yo sigo caminando hacia la cancha de básquet y de pronto me encuentro con algo maravilloso (para mí): siendo domingo puedo ver -en vivo y en directo- el entrenamiento del campeón de la Liga Nacional de Básquet, dirigido por Nicolás Casalanghida y liderado por un histórico de la liga e integrante de la Selección Nacional, el alero Paolo Quinteros. Me doy el lujo de sacar fotos al entrenamiento. 
En el restaurant Milva comienza a hacer chistes y el almuerzo se hace muy divertido mientras que a través de los ventanales vemos el sol salir y el río que comenzaba a azularse.
Preferimos no perder demasiado tiempo y después de algunos preparativos abordamos los botes y reemprendemos lo que sabemos que será un tramo largo y exigente. 
Nuestras pequeñas embarcaciones ahora apuntan de pleno al Sur y la novedad es que nos topamos con un viento que viene justamente desde ese cuadrante. En el silbido del aire parecían resonar las proféticas palabras de Néstor Heim:
“…si hay viento del Sur, tirate a la costa…. y dale pala, pala y pala…!!”
  

Pasamos bajo el monumental puente Corrientes – Resistencia y dejamos atrás los suburbios de la ciudad, sus astilleros y muelles viejos. Con las aguas un poco encrespadas, bajo el marco de un cielo que alternaba sol y nubes, la navegación era más lenta y trabajada. Por eso decidimos remar mayormente por los riachos y bajíos que se van soltando del cauce principal del Paraná.  Debajo del casco del bote, en el agua muy somera y transparente, los sábalos nadan a la vanguardia como flechas negras. 
En esta zona el 11 de junio de 1865 se produjo el Combate del Riachuelo, la batalla naval más importante de Sudamérica. Aquí, por donde estamos remando, chocó la armada imperial del Brasil contra la flota paraguaya. Fue un combate de 17 embarcaciones que se inició cuando los paraguayos decidieron sorprender a la armada brasileña cañoneándola de noche con máquinas apagadas para luego remontar el río e intentar abordar las naves entablando una lucha cuerpo a cuerpo. 

"La habilidad de los soldados paraguayos para combatir al arma blanca fue un hecho confirmado repetidamente a lo largo de la guerra, de modo que la elección del abordaje y asalto cuerpo a cuerpo para combatir, y eventualmente capturar, a los buques brasileños, era lógica"

















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En aquel combate, los paraguayos tomarían ventaja pero a la larga serían presa de sus errores y de la enorme superioridad de los buques brasileños, blindados, de mayor tonelaje y poder de fuego. La batalla que aún hoy sigue siendo motivos de discusiones y análisis, fue un intento del mariscal Solano López de ganar el control de los ríos y tomar una ventaja decisiva en la Guerra de la Triple Alianza. El resultado fue el retroceso de los buques brasileños hacia el sur (Empedrado y Goya) y la virtual desaparición de la armada paraguaya. Poco tiempo después, la guerra que se libraba en Corrientes se trasladaría al Paraguay. 


Seguimos paleando entre franjas de islotes hasta volver al cauce principal y recalar momentáneamente en una isla de arena. El oleaje y viento frontales, aunque eran moderados, nos iban desgastandoPropuse a  Kike  armar campamento en ese mismo islote de arena blanca y matorrales. La dificultad allí era que no teníamos señal de celular ni alcance en las radios para dar aviso a la Prefectura, con lo cual con seguridad se generaría una falsa alerta. Así que seguiríamos remando un poco más.
Nuestro objetivo del día era alcanzar una zona conocida como los Altos del Koé Porá. A esa hora estaba lejos de nuestras posibilidades, y mientras todos conversábamos sobre esto arriba de los botes, apareció, lejanísima y hacia la margen contraria, la primer baliza en todo el viaje. Eso significaba para nosotros poder establecer nuestra ubicación ya que las balizas flotantes no sólo demarcan el canal de navegación para los buques de calado sino que además informan el kilometraje de la hidrovía.
Lleno de una súbita energía salí a cruzar el Paraná -anchísimo en ese sitio- saltando sobre las olas azules, con el novedoso sol y el viento en la cara.  A unos 200 metros del canal  pude apreciar la fuerza con la que mi bote estaba derivando (en la zona del canal la correntada es sensiblemente mayor) y comencé a maniobrar para que de alguna manera el agua me pusiera frente a la solitaria baliza roja: era el Km. 1181. Inmediatamente recordé que frente a la desembocadura del Arroyo Banco, en el Bajo Delta del Tigre, flota la baliza del 55.7 (el Puerto de Buenos Aires es el Km. 0). De allí, la sencilla cuenta de la distancia que todavía debíamos vencer sobre esa gran ruta de agua.




A las 5 de la tarde recalamos en una playa solitaria del Km. 1179, dando aviso telefónico a la Prefectura de Corrientes. Por primera vez en el viaje atracábamos para pernoctar en una zona agreste. 
El lugar y la tarde eran soñados. Armamos nuestro campamento en un bosque. Prendimos fuego y esperamos que la noche cayera entre las barrancas y empezara a oscurecerse ese inmenso río azul.




domingo, 17 de abril de 2016

Tras la huella de una vieja guerra


              
     Por la mañana me llama la atención ver a los oficiales del   destacamento reunidos en un gran quincho vidriado que mira hacia el río. Aparentemente -según supimos después- deliberan sobre estrategias para combatir a los paseros (personas que pasan contrabando).  Quién sabe. Tal vez hablan sobre cosas más mundanas referidas al propio funcionamiento de la base. 

                           A pocos metros del quincho -y a la orilla misma del río- hay un rejunte de autos y lanchas de alta gama abandonados. Fueron decomisados en distintos procedimientos y ahora descansan a la intemperie el sueño de los pasillos judiciales. 
           Desde que avistamos las costas de Corrientes estamos en realidad navegando por tramo del río que fue mudo testigo de la sangrienta Guerra de la Triple Alianza. Nos acercamos, con el correr de los días, a la desembocadura del Río Paraguay, que fuera la antesala de los más cruentos combates de esa guerra despiadada. 
             Paso de Patria, que originalmente se llamó  "Paso del Rey" (S. XVIII),  fue siempre por sus características geográficas sitio propicio para la comunicación con el Paraguay. Inicialmente para comerciar, y luego para hacer la guerra. Por aquí pasaron parte de las tropas paraguayas que invadieron Corrientes, y también pasó el ejército aliado hacia el Paraguay.       
           Voy recogiendo los mangos caídos de un enorme árbol mientras Milva prepara el mate. 
         Un estruendoso pitido nos hace saltar del piso. Y luego un grito marcial: 
           - ¡ I ... ZEN !         
          Tres prefectos izan la bandera en el mástil que tenemos a pocos metros rompiendo el silencio de la mañana y dando solemnidad al día. 


Misa del Ejército Argentino en Paso de la Patria, año 1866. Hacia la izquierda se observa al sacerdote y en el centro, los soldados arrodillados.

                           Al otro lado del río, detrás de los bancos de arena y las costas con vegetación, se encuentra la ciudad de paraguaya de Paso de Patria. En 1849 allí funcionó la Escuela de Medicina, probablemente la primera de Sudámerica. En ese sitio también se asentó 16 años más tarde parte del Ejército de Solano López con 12.000 hombres, que tuvieron que retroceder cuando comenzó el cruce de las tropas aliadas (hacia el denominado Estero Bellaco). 

             Lo poco que conozco sobre esta compleja guerra, en fotos que reviso y relatos desperdigados, son estremecedores: soldados de ropa raída y rostros aindiados, niños vestidos de soldados, miseria, cadáveres. 




Se piensa habitualmente en Paso de la Patria como la Capital del Dorado. Pero es interesante pensar que a partir de esta zona que navegamos desde hace cuatro días empieza un entramado de pueblos que protagonizó una guerra durísima que configuró geopolíticamente el cono sur. Estamos tras la huella de una vieja pero importatntísma guerra. 
En 1865 por ejemplo, la Ciudad de Itatí -desde donde venimos- fue invadida por orden Solano López en un intento de sorprender, desmoralizar y forzar negociaciones.

"(...) , dada la amenazante presencia de los vapores paraguayos el 17 de febrero, parecía probable que el mariscal López intentara dar un golpe contundente. Antes que arriesgarse a ser destruido, Suárez (general uruguayo) ordenó al Ejército de Vanguardia levantar carpas y entregar Itatí a los invasores, quienes desembarcaron sin oposición al final de la tarde. (...) Itatí estaba escasamente poblada y densamente arbolada en sus límites esteños. Díaz (coronel paraguayo) ordenó a sus hombres ir estancia por estancia, casa por casa, y confiscar meticulosamente todo lo que hubiere de valor. El botín fue de apenas ocho rifles, tres sables, unas cuantas vacas esqueléticas, algunas ovejas y unas pocas bolsas de arroz, harina y galleta. Los hombres procedieron a incendiar las casas del pueblo, despojaron al juzgado de sus archivos, papelería y artículos de escritorio y luego reabordaron los barcos y partieron de nuevo a Paso de la Patria (lado paraguayo) antes de la medianoche. Aunque detuvieron al cura del pueblo por unas horas, dejaron la iglesia y su virgen milagrosa indemnes. También dejaron atrás a un hombre, un soldado común del Regimiento 8, quien, cuando se le ordenó registrar un rancho, halló una damajuana de caña y bebió hasta perder el conocimiento. Cuando despertó al día siguiente, se encontró prisionero de los aliados"
Thomas Whigham (La Guerra de la Tripla Alianza, vol. II)

En 1866, en Bahia Punta Mitre, a menos de un kilómetro de donde estamos, Mitre dispuso astutamente la invasión del Paraguay.

Nosotros tomamos mate contemplando un río azul y bellísimo. En el agua de día y de noche, y en cualquier lugar, enormes manchas negras se desplazan. Son cardúmenes. Entre ellos, grandes predadores chasquean en el agua denunciando su cacería permanente; y en las orillas, miles, millones de diminutas mojarritas a lo largo de cientos de kilómetros dan la dimensión del festival de vida que allí se desarrolla.

       
Aquel primer día en Paso de la Patria conocimos las playas, atiborradas de gente. Sin embargo me siento más tranquilo en nuestro campamento del destacamento. Me gusta estar cerca de los botes y pensar en las nuevas etapas de la navegación.  

                     Cae la noche del 10 de enero. Reunidos en una mesa de La Posta del Volador, en Playa Pelicano, ocupamos una mesa redonda poblada de vasos de caipirinha. Viéndonos las caras, nuestra actitud, la raída camisa beige que Milva usa para navegar, bien podría ser la atmósfera de una historia lúgubre ambientada en el bar de un puerto o tugurio similar. 
                  Allí nos da charla el Colo Waisblatt, un piloto chaqueño que se dedica al turismo desde hace años. Es el dueño del bar y también hace bautismos de vuelo sobre el río y los bancos de arena del Paso a bordo de un particular gomón aladelta que está escondido en un hangar a pocos metros de allí. Llegamos a él por el contacto que Laura hizo con Edwin, un fotógrafo que se dedica a la fotografía aérea de naturaleza desde un paramotor[1].


- Los cardúmenes que ven no son bogas, son sábalos –nos cuenta-. Si van a los bancos de arena con los kayaks, verán los cardúmenes y cómo los dorados se meten entre ellos y de pronto los atacan. Así están todo el día.
En la amena charla, el Colo nos hace otro anuncio: "A primera hora de mañana entra un Sur, yo lo tendría en cuenta...” si van a navegar.
Luego salgo a caminar por la playa en penumbras, un poco bebido e irritado por frases y cosas que se dicen en la mesa. Esto forma parte de la convivencia, y a lo largo del viaje nos va a suceder a todos, pero cuando sucede, molesta. Mientras chapoteo en el agua de Playa Pelicano llamo a Buenos Aires simulando interesarme por mi seres queridos. En realidad busco que se interesen por mi.



La noche está cayendo definitivamente. Por el este amenaza una gran tormenta, pero no por el Sur, como dice Waisblatt.
Sin embargo los pronósticos del Colorado se cumplirán.




Seis de la mañana, hora de partir. Mi cabeza sale del vientre de mi carpa y contempla al mundo nuevamente. Y lo primero que observa un frente de tormenta que avanza a contrapelo del río arrastrando vientos y chubascos. 
Ante semejante espectáculo creo que no será necesaria demasiada deliberación, aviso a mis compañeros que pueden seguir durmiendo y decidimos cancelar la navegación. 
A la media, en el quincho del destacamento, contemplamos la borrasca, que dura una hora, y deja lluvia permanente hasta la tarde. 
Dedicamos el resto del día a tomar mate, jugar al truco, caminar por las callecitas arenosas y llenas de árboles prolíficos de semilla, fruta y flores.
Pero queremos seguir navegando. Mucha tierra aburre.
Hacia el atardecer recibimos un aviso de sol, y sabemos que pronto volveremos al agua. 






sábado, 16 de abril de 2016

Hacia el Paso. Notas sobre el Capitán Kike


          Tras el desayuno en el destacamento de Puerto Corazón, llevamos nuestros bártulos barranca abajo por la escalinata, y entonces me puse a pensar que Puerto Corazón era un buen lugar para acampar un día más. Sin embargo eso era tan cierto como que los plazos de llegada ya tallaban decididamente en el plan de navegación. Y aparte el día se presentaba para ser aprovechado.
En definitiva, con el fulgor del sol pleno y la alta temperatura, abandonamos el reparo de Puerto Corazón y nos hacemos río abajo. La navegación es tranquila aunque pasamos por zonas con afloraciones de piedra y remansos, y donde los islotes y bancos aparecen y desaparecen según los humores estacionales del río, generándose numerosas correderas y remolinos. En un sitio conocido como Isla Limonada vemos por primera vez en muchos días a una silenciosa tropilla de monos carayá entre el ramaje, que nos observan sorprendidos.

Mono carayá. Isla Limonada, Corrientes.


A la vista, en todo momento, tenemos la cúpula de la Basílica de Itatí, y tras unas horas, nos paseamos frente a sus playas para atracar en la costanera de la ciudad.
El desembarco es complejo, porque la costanera es una muralla de adoquines que defiende muy bien la costa.  
Almorzamos en una parrilla a dos cuadras del río. Tengo tanto sueño que casi no puedo probar bocado. Mis compañeros me sugieren buscar un lugar para tirarme a dormir y después de caminar solo unas cuadras me desplomo en la plaza central de Itatí, frente a la imponente basílica. Había dormido 4 horas entre las últimas dos noches. 
Las hormigas picotean mi cuerpo bajo el sol. Sobre las veredas y en el asfalto la muchedumbre que peregrina cotidianamente a esta meca religiosa ronda la feria comercial contradiciendo la vieja y muy remanida tradición de la siesta litoraleña.
Milva y Enrique me despiertan e iniciamos el camino hacia el río donde nuestros botes nos esperaban amarrados y obedientes junto a las patrullas de frontera de la prefectura.


Los botes amarrados en las costas de Itatí, Corrientes. 
Con cansancio generalizado un intenso sol posado en la nariz, remamos uno de los más bellos atardeceres de viaje hasta las costas “del Paso”. Pasamos frente a sus playas inundadas de visitantes y atracamos en el apostadero de la Prefectura Naval.

          En Paso de la Patria -ciudad totémica de la Pesca Argentina y populoso balneario- el destacamento de la Prefectura Naval es uno de los más importantes del litoral. Aquí hay apostados 103 hombres dedicados especialmente a combatir el tránsito de droga y contrabando.

Cuatro oficiales nos esperan en la playa, y nos hacen sentir que somos gente importante. Luego vaciamos los botes porque acá nos vamos a quedar unos días. Sin dudas.

El Capitán Kike


-                  ¿Qué es eso Enrique?
Esa fue la simple pregunta que le formuló el profesor de Educación Física a Enrique, quien sumido en un estado de concentración total y con un palito estaba hurgando los restos de un insecto a orillas de un arroyo
- Es una ninfa real. Pero está muerta. - Dijo Enrique.
- No, no está muerta, se está moviendo – Observó el profesor.
- Sí, sí, se está moviendo. Pero eso se debe a que no tiene un sistema nervioso muy desarrollado. Por eso se mueve.
Eso sucedió en Tanti, Provincia de Córdoba, cuando teníamos 11 años. El profesor se llamaba Eduardo Pesci, y había compartido la anécdota con el resto de los maestros esa misma noche, en el marco de un viaje de estudios de la escuela primaria.
Ese viaje tuvo otra anécdota. Como parte de los juegos programados cada uno de los alumnos debía inventarse un disfraz y desfilar para un concurso. Yo no tuve mejor idea que disfrazarme de cura (estamos hablando de un colegio católico) lo que fue festejado por mis compañeros (venían a confesarse, simulábamos misa en tono satírico, etc.) pero generó una notoria incomodidad en todos los directivos. 
Enrique llamaba la atención por ser distinto y lo molestaban. Y yo llamaba la atención para molestar y ser distinto.
Debería empezar diciendo que las particularidades de Enrique son notables casi desde lo genético. Es un gigante bonachón, producto de una mezcla de un linaje prusiano y uno árabe. Es hijo de un Albatros de la Prefectura Naval, de quien en la más tierna infancia incorporó terminología y hábitos militares, manejo de computadoras, equipos de radiotransmisión y armas. Era entonces imposible que por esas y otras razones no nos llamara la atención a compañeros y amigos y que se convirtiera en fácil victima de hostigamientos. Kike era el mejor ejemplo de que el distinto incomoda a los demás y genera reacciones negativas. Un mecanismo automático ante el temor de lo que no se quiere o no se puede comprender.
Y la verdad es que 22 años después, por momentos, sigo intentando entenderlo.
No sólo coincidimos en la escuela. En 1992 también éramos compañeros en un equipo de básquet en el Club San Fernando. Integrábamos la división denominada Mini “B” (los Mini “A” eran “los buenos” y por ende nosotros éramos la resaca). 
En aquel entonces fuimos visitados por un equipo de básquet de Uruguay. La delegación de pequeños charrúas se alojó en nuestro club con la intención de jugar varios amistosos, y así se organizaron dos partidos: el primero fue club versus club y luego se jugó un jam o “mezcladito”. 
En aquel primer partido se vio que las diferencias eran muy notorias a nuestro favor -no era lo habitual- pero dado el carácter amistoso del partido se había decidido jugar sin tanteador. 
Claro, no contaban con que estaba Enrique.
Él se había dedicado a llevar el tanteador mentalmente desde el primer momento del partido, no sólo mientras estaba en el banco de suplentes, sino que lo continuó haciendo mientras le tocó jugar. Nadie lo sabía, hasta que en un momento me dijo: “vamos 88 a 30” o algo así, comprometiéndonos a darnos el correspondiente aviso cuando alcanzáramos los 100 puntos (es muy poco frecuente que se alcance esa cifra en un partido de divisiones menores, a menos que las diferencias sean exageradas).
El festejó detonó cuando Enrique nos dijo que habíamos alcanzado esa mágica cifra. Todo para indignación de nuestro entrenador quien a pesar de ser muy querido no se ahorraba en palabrotas y métodos de enseñanza reñidos con la didáctica deportiva: 

“Enrique, sos un cabeza de tortuga. En el vestuario vamos a hablar”.



         
Una hora después de lo que llamé el Incidente de Yahapé, Milva tomó valientemente la iniciativa de dar inicio a la “reunión de consorcio” que yo había anticipado que tendríamos. Y cuando me tocó el turno de hablar no dudé en criticar bastante desaforadamente a mi camarada. Al terminar mi alocución esperaba que Enrique me tomara del cogote o que me escupiera, pero él no emitió sonido. Virtud y defecto.
Venía bastante irritado por la actitud de Enrique de plantear una doble capitanía de la expedición sin en realidad hacerlo. No nos poníamos de acuerdo en cuanto a rutas, tiempos y necesidad de mejorar la comunicación. Porque Enrique tenía los dones pero no las iniciativas. Y yo sentía que socavaba pero no termina de ejercer el liderazgo. Y esa actitud, complementada con otra pusilánime de mi parte (dicese: advertir el conflicto pero no ponerlo arriba de la mesa), derivó en aquel episodio que pudo costar la vida de alguno de nosotros, empezando por Milva.
Lisandro, al recordar el episodio de las discusiones, me dijo un par de días después:
 “Chabón, sos un jetón... así te vas a quedar sin amigos”. 
Por suerte Enrique es muy amigo de sus amigos y, aunque muy molesto con mi actitud, declinó hacer una escalada verbal y todos decidimos sensatamente que dirigiera la navegación, dado que sabía manejar e interpretar perfectamente al GPS.
No puedo dejar de recordar todo lo mucho que Enrique ayudó a Milva en los primeros días de navegación. Lisandro por su parte había encontrado casi de manera inesperada a un personaje muy pintoresco de esos que él procuraba para inspirar sus creaciones literarias. 
Al tercer día de navegación, mientras cenábamos, Enrique nos contó el episodio del fallido lanzamiento de un cohete diseñado por él y un compañero de la carrera de Ingeniería. El aparato, alimentado de un combustible especial, impactó contra la casa de su propia madre casi destruyendo una pared y generando una conmoción en los tranquilos bajofondos de Tigre. Tembló la tierra y Marco -su compañero- y él, quedaron aturdidos varios minutos.
Lisandro escuchaba azorado y festivo: "¡Sos muy groooso Kike....!" 

Su admiración crecía día a día y poco después alcanzó ribetes de un bizarro e intencional delirio místico: "Kike, vos sos mi DIOS". E inmediatamente empezó a llamarlo sin prurito alguno Dios Kike
Desde entonces, nuestro compañero rosarino y Milva en ocasiones, anotaban mentalmente el despliegue de palabras oriundas de la "jerga Kike": maniobra, operativo, estimativa, y los aplicaban para matizar las largas horas de remada.  



Con las semanas afloró en Enrique un inédito carácter salvajemente competitivo, matizado por sus modos bonachones y compradores. Esto generó mucha rispidez conmigo (ya que no le iba en zaga), aunque nos fuimos conociendo más en nuestros aspectos positivos y en los que nos irritaban supimos negociar bastante bien. Mientras yo le enrostraba su falta de comunicación, él me señalaba mi tendencia al prejuicio. Y hacíamos una especie de paz.
Sabía que en definitiva mi compañero principal en la aventura era él y no podía dejarme llevar por mis emociones y rayes, y todas las críticas que en su momento le hice fueron tan ciertas como su aporte moral para las situaciones comprometidas o difíciles que me tocó atravesar.  
 



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