martes, 29 de marzo de 2016

Luces y sombras de una expedición

Los viajes son un mojón en la vida personal. Al igual que con algunos temas musicales, cuando uno lo recuerda también accede al registro de su momento personal de aquel entonces. Y los viajes -en especial los grandes viajes- fijan recuerdos. Queda el anillo hecho en el tronco del árbol.
Un día, mientras remábamos hacia Puerto Rico, de repente Milva nos preguntó a qué le teníamos miedo.
 - Creo que mi mayor temor es no ser fiel a mí mismo, vivir toda mi vida sin respetar mi esencia... – dije, un tanto confuso, pero intentando no escaparme por la tangente.
- Eso es nada. En definitiva –dijo Milva sombríamente sarcástica y mirando a Enrique y a Lisandro-  Franco le tiene temor a la muerte. 
 Fue un cachetazo porque el diagnóstico tenía su precisión: existe una relación invariable entre la falta de goce del presente y el temor a la muerte: una relación de reciprocidad.  No era algo nuevo para mí. Sí el desparpajo con que Milva me interpretaba me resultó un tanto humillante. No le atribuí intencionalidad, ya que iba comprendiendo su forma de ser. Pero quedó grabado como un momento del viaje. 
Este tipo de anécdotas se mezclaban con otras que eran simples momentos de contemplación de un entorno de belleza, como cuando en medio del oleaje pasó nadando junto a mi bote una hermosa culebra verde debatiéndose en el agua, en uno de esos días en que cabalgar el río de cara al viento era un lujo de la vida, algo cercano a un éxtasis silencioso. 
Y como la vida y el viaje son así, al día siguiente sobrevenían el cansancio, el dolor muscular, turbiedad en la mente y en los pensamientos, o preocupaciones inexplicables. Cuando terciaban las dolencias físicas (como la insolación o la irritación en los ojos) la navegación se volvía una experiencia miserable, aunque eran pequeñísimos lapsos de un largo viaje.

Subir y bajar los kayaks, una dura labor en Misiones

Igualmente, para mi sorpresa, no había sucedido aquello a lo que tanto temía: la aparición del tedio, ese letargo mental de las larguísimas horas de remada que a la larga incidían en la concentración y en el rendimiento. Los problemas para mí eran de otra índole.
El primero, es que al tercer o cuarto día comencé a experimentar que no encajaba en el grupo y que me comportaba como un ser antipático que solo estaba para remarcar el retraso de la expedición. No me sentía registrado por por mis compañeros, que a su vez formaban un trío bastante compinche. Situación ésta, sutil pero palpable a la vez. Aunque lo peor era descubrir el fastidio de era darme cuenta de esta supuesta debilidad. Pasado el tiempo creo que el grupo simplemente se estaba conformando con lógicos reacomodamientos y crujidos, y todos debían sentir algún tipo de incomodidad.

Con el correr de los días, la travesía iba a poner sal en esta llaga que sentía y el río a recordarme en su rumor la imperiosa necesidad de ponerme en contacto con mi interior, con mi sentir verdadero. Como el tema de Santana, con La Fuente del Ritmo.

Lisandro y Milva, el primer día de navegación: botes nuevos y poco equipaje.

Mientras que a Milva y a Lisandro los conocía desde hacía muy pocos días, a Enrique lo conocía desde hacía más de 20 años, y si bien la vida nos llevó por caminos distintos, este proyecto nos había reencontrado para seguirlo conocimiendo. 
La particular personalidad de Kike atrajo inmediatamente el interés de Milva y Lisandro. Yo necesitaba que Kike aportara sus habilidades para la navegación, no “que lo distrajeran...!”. En parte, por mi deseo de prevalecer como líder y a la vez por una virtud que hoy reivindico, que era la de ser el más consciente de los integrantes en cuanto a los peligros y dificultades del viaje.
Cuando llegaba a tierra las cosas no eran mejores, porque el viaje había amplificado el desgaste de mi relación de pareja, y calculaba que los pronósticos no eran buenos. No la pasaba bien por momentos.  Sí, la cosa no era tan terrible ni la muerte de nadie. Nada que no le haya sucedido a cualquier mortal. Pero cuando te calza el traje de pesimista, cuesta sacártelo de encima. Y así fueron por momentos algunos pasajes de mi viaje. 

El otro problema de este “capítulo negro” era el cansancio que me generaban los cálculos... Algunas veces a favor y otras en contra, mi cabeza siempre estaba haciendo cálculos y se encontraba permanentemente alerta de la vida de la expedición. Era vital mantener buena relación y comunicación con la Prefectura, no cometer groseros errores en la navegación, mantener a los botes lejos de algunos peligros como la noche, las piedras, los remolinos, situaciones meteorológicas adversas y sobre todos a otras embarcaciones (que ciertamente en Misiones eran casi inexistentes).
En un momento me di cuenta de que si bien todos colaborábamos en la navegación, solo yo había estudiado bien el recorrido y tenía cabal idea de distancias y tiempos. Ejercer esa condición me gustaba y me torturaba a la vez, y sabía que necesitaba del concurso de Enrique, que se mostraba indolente en la cuestión, aunque era el único de nosotros que sabía operar el GPS. Milva y Lisandro tenían agallas  -probablemente más que yo- pero habían confiado en nuestra información y el conocimiento que pudiéramos tener.   
Con el curso del viaje, los sucesos y las relaciones encontrarían encajes y lógicas.
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Los largos días de navegación hicieron que sucediera algo muy natural. Si la expedición avanzaba con el fluir del río, algo tenía que empezar a fluir en nosotros. Creo que por eso alcancé algún nivel de comprensión pasado el tiempo: sin conocer a fondo a mis tres compañeros (Enrique incluido), me percaté que cada uno de nosotros tenía sus luces y sombras personales. 
En la inmensidad del río, en ese diálogo de movimiento con la naturaleza omnipresente, que nos tenía a su merced y sin embargo nos abría sus puertas, los silencios de cada uno de nosotros eran declamaciones bien audibles. No los escuchaba muy bien en aquel momento, pero sus ecos los tengo conmigo ahora.
Tanto para Lisandro como para mí, el surgimiento de compañeros desconocidos cambió mucho nuestras expectativas y no era fácilmente aceptado -por distintos motivos-, mientras que Milva y Enrique parecían tomarlo con naturalidad e incluso disfrutarlo. 
En esos primeros días de expedición, en resumen, yo estuve demasiado alerta; Lisandro, cortándose solo a mi proa a unos 300 o 400 metros ensimismado en su propia soledad; Milva iba a la zaga retrasada y Kike, con ella, en una especie de distracción indescifrable. A este ritmo ¿cuánto duraría nuestro viaje? 
Estábamos solos, y por momentos parecía que cada uno quería estar más solo.

5 de enero: San Ignacio - Candelaria 


Al amanecer, el día nos sonrió con sol y nulo viento, como si nos hubiera querido compensar por los vaivenes de la sufrida jornada anterior. Este era un marco ideal para poder terminar la Etapa Misiones, que terminaría totalizando 344 kilómetros. 
 Navegamos hacia el pie de los enormes e impactantes paredones del Teyú Cuaré, y luego emprendimos la remada hacia Candelaria. 




Navegábamos con algo de brisa del Sur y el cielo límpido. Cruzamos el mítico Arroyo Yabebiry (según Horacio Quiroga, un río donde las rayas se peleaban a muerte con los yaguaretés) y recalamos cerca del Puerto de Santa Ana, donde en las playas hacen la siesta los areneros, y se refugian los pescadores. Amarramos los botes en unas aguas bajas y caminamos hasta una casa cercana a la costa, donde acampaban pescadores. 

           Allí fuimos bienvenidos y nos ofrecieron asiento bajo la galería. Su dueño nos sirvió algo fresco, nos habló de los secretos del Paraná y nos mostró fotos de antiguas excursiones de pesca. 



Media hora después nos levantamos y abordamos. Seguidos por la intimidatoria lancha de Prefectura a la distancia, hicimos los últimos kilómetros sobre el agua color terracota, sus cancinos caminos de palos y espuma.
Mientras, me llamaba la atención el porte de las casas sobre las verdes barrancas de Santa Ana y Candelaria. Cantando, y disfrutando una de las mejores tardes del viaje, inicié el cruce del Paraná hacia el apostadero de Candelaria. Terminaba la expedición en Misiones.

En el apostadero de Prefectura Candelaria, 30 km. al norte de Posadas, nos esperaba Laura, y todos juntos a bordo de una camioneta de la Prefectura fuimos a recorrer el pueblo en busca del almuerzo. El personal del destacamento fue extraordinariamente amable, y nos indicó donde armar nuestras bolsas de dormir, donde bañarnos, y siempre se mostraron prestos a colaborar con nosotros.

 

sábado, 26 de marzo de 2016

Mitos e historias de Misiones

En las playas de San Ignacio se sumó Laura. El retraso en nuestra navegación había hecho que debiera festejar sola su cumpleaños en ese lugar, pero se sentía contenta de vernos llegar bien después de las peripecias de la navegación.   
El balneario de San Ignacio estaba desierto. Todos nos sentamos a la mesa a recuperar energía con empanadas de pescado de río y a brindar nuestra buena estrella con cerveza negra.
En la oscuridad van desapareciendo, en palabras de Quiroga “(...) estos cerros de Teyucuaré, tronchados a pico sobre el río en enormes cantiles de asperón rosado, por los que se descuelgan las lianas del bosque, entran profundamente en el Paraná formando hacia San Ignacio una honda ensenada (...)  desde el cabo final, y contra la costa misma, el agua remansa lamiendo lentamente el Teyucuaré hasta el fondo del golfo...”

Así se ve desde nuestro lugar. En San Ignacio el río toma un aspecto lacustre e inabarcable, eso sí: es un aspecto es muy diferente a las épocas en las que Horacio Quiroga andaba por aquí.  
Cuando en 1992 se inauguró la represa de Yacyretá -erigida unos 120 kilómetros aguas abajo- el río comenzó a crecer y el agua sepultó decenas de islas y se devoró 2.300 hectáreas de costas. A lo largo del río y a medida que nos acercábamos a San Ignacio, podíamos ver miles y miles de esqueletos de árboles surgiendo del agua como testimonio de este fenómeno de inundación. Yacyretá ha sido un desastre ambiental y social sin precedentes.
Pero ahora el Río Paraná se muestra como un enorme y calmo mar donde es sublime ese último estertor vespertino, que con luz anaranjada se cuela por el horizonte y repta los peñones como una lagartija luminosa que se refleja en el agua.
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Se anunciaba por si sola una noche fría que esperaríamos guarecidos en un quincho perteneciente a la Prefectura. Ya habíamos trasladado los kayaks a lugar seguro y colgado la ropa mojada. Adentro extendimos nuestras bolsas de dormir, cargamos nuestros equipos (cámaras, celulares y radios) y nos recostamos mientras hacíamos un repaso anecdótico de la navegación.
Yo seguía sentiéndome algo incómodo. Mi mente pergeñaba la forma de conseguir apoyo logístico en Candelaria para acarrear los botes hacia Corrientes y el asunto me estaba obsesionando.

Mitos e historias de Misiones


Diario El Territorio, Misiones

Es de público conocimiento que varios criminales de guerra nazi pudieron refugiarse en América Latina. Y también que de ese grupo un puñado lo hicieron en la Argentina. Erich Priebke, responsable de la masacre de 335 ciudadanos italianos (la masacre de las Fosas Ardeatinas) vivía plácidamente en Bariloche hasta que fue deportado a Roma, donde murió. Adolf Eichmann (responsable de la logística de prisioneros judíos a Auschwitz) fue secuestrado en 1960 por la Mossad isrealí en una barriada de San Fernando al bajarse del -para nosotros popular- colectivo de la línea 203. Aquello que se denominó la "Operación Garibaldi" terminó en el traslado clandestino de Eichmann a Israel, donde fue enjuiciado y ejecutado.

Ahora bien. El imaginario popular ha llevado a excesos, como aseverar que Hitler vivió en Córdoba e incluso que habría llegado a la Argentina a bordo de uno de los míticos submarinos alemanes "U".

En este contexto, que mezcla la historia concreta con la fantasía y el temor, es llamativo el recorrido que tuvo la historia que asegura que Martin Bormann -uno de los lugartenientes de Adolf Hitler- vivió aquí mismo, en San Ignacio. 

En la parte alta del cañadón del Teyú Cuaré existe una misteriosa casa de piedra abandonada que es conocida popularmente como “la casa de Bormann”, donde según los lugareños, este líder nazi vivía como un ermitaño. Un vecino de San Ignacio decía que Bormann hacía compras en pueblo y pagaba con monedas de oro, solo para citar un ejemplo de las aristas de la leyenda. 

Pero –siempre hay un pero- los ex guardias del führerbunker de Berlin, sostienen que Bormann abordó un vehículo blindado después del suicidio de Hitler, y que al momento de la huida fue alcanzado por un misil soviético muriendo en el acto. Otros dicen que Bormann fue capturado poco después, pero lo cierto es que recientemente se ha sabido que sus restos fueron identificados en Alemania.  

La historia de “la casa de Bormann” alcanzó repercusión internacional hace algún tiempo, aún a sabiendas de que la misma no tenía ningún viso de realidad.

Sí es cierto que en Puerto Caraguatay (lugar por el cual ya pasó nuestra expedición) vivió los dos primeros años de su vida Ernesto Guevara Lynch, luego el Che. Su padre, Ernesto Guevara, se había afincado en la zona para producir yerba mate. Y décadas después, él realizó una interesante descripción de la realidad misionera de esos primeras décadas del siglo XX en un libro titulado "Mi hijo el Che". 

No obstante el personaje que se lleva las palmas en cuanto a repercusión histórica en este sitio es sin dudas Horacio Quiroga, escritor uruguayo que tal vez sea el cuentista de habla hispana más grande de todos los tiempos.

La literatura de Quiroga ha sido mi perdición, un poco también por ese morbo que genera el paralelo entre la impronta desgarradora de sus cuentos y la tragedia que recorrió su vida. Lo cierto es que Quiroga encontró aquí, en San Ignacio, en su casa de la alta barranca, inspiración en el paisaje y rica materia prima para poder narrar y contar un mundo que mixturó la naturaleza en su máxima expresión con un acervo humano tan pintoresco como primitivo, tan querible como brutal.

 






          

Me sorprendió mucho saber que Quiroga era un tipo complicado: un argel de mierda”, en términos de algún poblador que se despachó así ante la pregunta de un periodista de Revista Sudestada. Pero Rodolfo Walsh lo plasmó con detalle en su texto El país de Horacio Quiroga:

En San Ignacio Quiroga es ignorado, menospreciado e incluso a veces, detestado 

Lo cierto es que Quiroga combinó sus virtuosas cualidades -espíritu emprendedor y su incombustible talento de escritor- con los serios baches de carácter y su turbulenta personalidad. Pero es harina que ya no entrará en este costal. 


Sobre Juancito de la Isla
Físicamente nunca volví a Isla Pindoí, pero varias veces con mi pensamiento lo hice para regocijarme por los buenos ratos que había vivido allí con mis compañeros y con Juancito de la Isla. 
Recuerdo que Juancito, entre sus largos monólogos, me había hecho alguna referencia a su linaje y a lo conflictivo de éste. Pero no acierto a acordarme con cuáles palabras. Sí que había dicho algo así como “soy de los Perchak de Pozo Azul”, como sí hubiese algo que debiera saber.  La anécdota se me oxidó en todo este tiempo pero escarbando en la memoria la rescaté del olvido y me puse a investigar.
Juancito no era el personaje naif que yo me figuré tontamente...  El era –casi con seguridad- hermano menor de Pedro Orestes Peczak (así es el apellido, y no el que creí entender).  Pedro, alias Simón, fue Secretario del Movimiento Agrario Misionero (MAM) y candidato a gobernador por el Partido Peronista Auténtico (PPA) en las elecciones de Misiones de 1975.



“Era un líder indiscutido de los productores, de los colonos, con una lealtad y una fuerza impresionante y un carisma muy particular que le daba una facilidad enorme para comunicarse con la gente (...) Fue una lástima que Pedro Peczak no aceptara irse a Brasil cuando le propusieron; él prefirió quedarse junto a su gente. Fue una gran persona y por sus ideales entregó su vida. (...) Pedro fue secuestrado el 23 de noviembre de 1977 en Panambí, localidad limítrofe con Brasil y luego asesinado por la dictadura militar (el 17 de diciembre del mismo año) en Oberá” [1]

Ahora entendí el significado de “los Peczak de Pozo Azul”. Ahora entendía cuán lejos había llegado el desastre que asoló a la Argentina en los 70. Había alcanzado a los lideres campesinos misioneros, metiéndose por las picadas de esos perdidos parajes el puño del Estado, brutal, injusto y asesino, sea por la causa que fuere, haya sido o no una de estas el ánimos de revolución y liberación. Puedo decirlo con cierto énfasis porque sé de primera mano, de estar allí, que las familias de la colonia de Misiones siguen azotadas por la desigualdad y por la explotación, ejercida por las grandes corporaciones y empresas, y avalada por la complicidad política y sindical.
Hoy quien recorre la colonia misionera sabe que todavía el yugo de la injusticia y la explotación del hombre por el hombre sigue tan vigente como en la época de los mensúes perseguidos por los kapangas. Los que antes fomentaban la opresión se aggiornaron y siguen defendiendo su opulencia, y casi todos los que dicen honrar las luchas de resistencia hoy han pactado una nueva sumisión.
“Un día tuvimos que ir a pedir una autorización por escrito ante la Gendarmería de Oberá, para poder viajar en colectivo, ya que con tantos controles que realizaban las fuerzas conjuntas en todas las rutas, era muy peligroso portar el apellido Peczak...[2]



[1] BASCHETTI, Roberto. Militantes del peronismo revolucionario uno por uno. 
www.robertobaschetti.com/biografia/p/64.html
[2] BAJURA, Mirta. ¿Qué les hizo él a ustedes, para que lo mataran? En Misiones, Historias con nombres propios III. Amelia Rosa Baez, compiladora, Subsecretaría de Derechos Humanos de Misiones, año 2011. Pp. 163/166


jueves, 24 de marzo de 2016

Se rebela el Paraná

3 de enero: Isla Pindoi - San Ignacio (20 km)


“Seguimos a la deriva, atentos al horizonte del sur, hasta llegar al Teyucuaré. La tormenta venía (...)  Viento y agua, ahora. Todo el río, sobre la cresta de las olas, estaba blanco por el chal de lluvia que el viento llevaba de una ola a otra, rompía y anudaba en bruscas sacudidas convulsivas. Luego, la fulminante rapidez con que se forman las olas a contracorriente en un río que no da fondo allí a sesenta brazas. En un solo minuto el Paraná se había transformado en un mar huracanado, y nosotros, en dos náufragos, íbamos siempre empujados de costado, tumbados, cargando veinte litros de agua a cada golpe de ola, ciegos de agua, con la cara dolorida por los latigazos de la lluvia y temblando de frío- Plena mar, en fín. Nuestra única esperanza era la playa de Blosset --playa de arcilla, felizmente, contra la cual nos precipitábamos; No sé si la canoa hubiera resistido a flote un golpe de agua más...”
                                                                       (Horacio Quiroga, “El Yaciyateré”)                                                                                                       
Al igual que en el Destacamento Oasis un día atrás, amaneció lloviendo. Las gotas del chaparrón repiqueteaban sobre el techo de chapa. Me revolví en el colchón blando y abracé la almohada. Por la ventana que miraba al río entraba aire fresco mezclado con el bullicio de chanchos y cacareo de gallinas. 
Kike, sentado contra la pared y desbordado por la emoción, estaba mirando -vía internet- una remake de "Robotech" en su celular. Allí, en esa chacra flotante, en ese peñón solitario, en el medio del inmenso Río Paraná...
Maldije en silencio al ver nuestra ropa chorreando agua de lluvia en el tendedero y cuando me disponía a estrujarla me llamó la atención, desde la lejanía brumosa del río, la lancha del destacamento de Prefectura de Puerto Maní, que se acercaba a la isla. Caminé descalzo por el pasto saturado de agua. Saludé a un chancho que me miró desconfiado, y confié en que tal vez Juancito ya habría aprontado el mate. 
Al poco rato estábamos compartiendo esos mates con los prefectos bajo el alero de la casa principal.  El río se veía calmo a pesar de la lluvia.

      - Más adelante, cerca de San Ignacio, el río se ensancha y se pone muy bravo. Yo les aconsejaría que esperen a que pare de llover... Y parece ser que hoy va a llover todo el día. – nos dijo uno de ellos. 

Tras el parlamento con los oficiales, ellos abordaron la lancha y se marcharon aguas arriba hacia Puerto Maní. Nosotros quedamos retozando en las sillas, mirando como las familias de pescadores comenzaban a encender fuego al amparo de un centenario, coposo y colosal árbol de mango[1] que era el orgullo de Juancito de la Isla.
Para el mediodía la atmósfera todavía seguía neblinosa. Kike oteó la lejanía del río y propuso reiniciar la navegación, estando todos de acuerdo. Luego radió a Puerto Maní y media hora después la patrullera estaba regresando a la isla para comenzar la escolta. La consabida lentitud de los preparativos terminó, y nos despedimos de Juancito y de su isla, y de sus animales y de sus inmensos árboles de mango.
Por primera vez en el viaje veríamos el río sangrado. Las fuertes lluvias caídas, especialmente en zonas donde la selva ha desaparecido, arrastran tierra colorada a los cursos de agua. Los arroyos cristalinos se tornan colorados y “la sangre de la selva” desagua finalmente en el Paraná que a su vez se colorea para alegría de los pescadores. Porque ellos esperan que con la turbiedad de las aguas los predadores del río asciendan desde la profundidades a realizar su cacería en el anonimato. Sin embargo, la sangre en el río no es más que la pérdida de las capas fértiles del suelo, muy finas y valiosas, por cierto.  



A las primeras remadas nos topamos con una cortina densa de llovizna y viento sur que comenzó a azuzar el agua. El Ártico hacía cabriolas en las olas de agua caliente y rojiza mientras poníamos proa a la costa paraguaya. La isla ya había quedado atrás.
Mantuvimos el ritmo parejo con los botes cabeceando. La brisa lluviosa dificultaba un poco la visión, pero ciertamente prefería eso al látigo de sol que esperaba por nosotros enrollado tras las nubes. Entonces el río viboreó y entramos en zona de calma. El viento, sin pasillo, no podía inmiscuirse por la costa arbolada de la selva, donde ya era visible que el agua del embalse Yacyretá había inundado sin piedad hacía muchos años. Un pequeño arenero paraguayo hurgaba en el fondo del río en ese mismo lugar.
Volvimos a girar -esta vez a la izquierda- y entramos en una cancha larguísima que seguramente nos pondría frente a San Ignacio. El viento pegaba otra vez pleno desde el Sur y en la lejanía de la superficie divisé manchones blancos que no eran otra cosa que corderitos[2]. Como dirían los españoles: “mal asunto”. Desde entonces empezaron dos de las horas más difíciles de navegación de nuestra travesía.
 No bien nos fuimos acercando a San Ignacio la fuerza del ventarrón se acrecentó, y a la par, el tenor de las olas. El viento del Sur genera una mala condición de navegación porque va a contrapelo del agua: mientras el río avanza con fuerza el viento intenta llevarlo para atrás y el único resultado de eso es que en la superficie las olas ganan altura y comienzan a romper pesadamente. Cerca de la ola que se va formando la corriente succiona, por lo que es importante mantener proa firme, porque allí reside la verdadera peligrosidad de la ola, y no en la mojadura espumosa de la que eventualmente uno puede ser víctima.


La situación se puso muy áspera en el momento en que mis cálculos me decían que varias de las olas estaban superando largamente el metro de altura. Por momentos los 5,20 metros de mi kayak aspiraron a la verticalidad poniendo proa más allá de los 45º y dejándome de cara al cielo para luego caer en el seno que existía las olas. La adrenalina no quitaba que me sintiera muy seguro capeando[3] la borrasca. Si había una circunstancia para la que estaba diseñado el bote era justamente ésa: el oleaje. En cambio Enrique, Lisandro y Milva disponían de kayaks más veloces pero no tan marineros. Y seguramente estarían trabajando un poco más que yo.  
Así era. Milva iba a la zaga evidentemente con algún problema pero Kike la acompañaba religiosamente y a su vez ambos eran escoltados por la patrulla de Prefectura.  Lisandro y yo avanzábamos en paralelo pero alejados, cosa me preocupaba y mucho. No sabía si Lisandro escuchaba mis gritos y advertencias, pero me pareció que en algún momento me insultó, probablemente en rosarino. Su ceño demostraba que tenía algún problema y cuando me puse a la par... vaya si tenia un problema:  su kayak estaba inundado, así que nos amadrinamos y empezamos a achicar. Mientras los botes subían y bajaban con las olas comenzábamos a acercarnos peligrosamente a un arenero fondeado en el canal. Rápidamente salimos de la zona y paleamos a toda máquina a la par hasta las playas de San Ignacio.



Milva, exánime y enfurecida con la Prefectura. Kike, con el timón averiado. Lisandro con filtraciones por cubierta.  Así llegamos. Para mí había sido una navegación sumamente entretenida por las dificultades que había presentado el río y la extraordinaria pericia marinera con que había respondido mi bote. 
Nos quedamos bajando revoluciones en la playa. Caminé por el agua mirando los cañadones de San Ignacio y pensaba la disparidad con la que el grupo hacia frente al desafío día a día. Cuando uno remaba como un toro al día siguiente iba a la zaga padeciendo. Cuando un par estaba al límite de sus fuerzas y sumido en algún malestar, la otra pareja parecía estar plácida y a gusto, regulando. Era bastante azarosa esta cuestión. La certeza era que ninguno de los integrantes  de la expedición se venía destacado por mostrar un rendimiento regular. No lo hablábamos, lo respetábamos.




[1] El árbol de mango está muy difundido en Misiones y Brasil, siendo de origen asiático (principalmente se lo encuentra en la India).
[2] Rompientes de olas
[3] De acuerdo a distintas circunstancias que se evalúan en cada singladura, a veces es conveniente capear un temporal (enfrentarlo con la proa de la embarcación) y en otras correr el temporal (dejarlo a popa) 

martes, 22 de marzo de 2016

La Isla de Juancito

2 de enero: Puerto Oasis – Isla Pindoí



Pesada lluvia se abatía sobre el techo de zinc. Buen colofón para una noche de sueño que esta vez había sí me había ayudado a componerme.
       Indolentes e insensibles, los terneros pasados por agua comían arbustos y pasto. Pensé -con esa melancolía de sueño que tienen los primeros pensamientos del día- en la desolación de Puerto Oasis. También pensé que de seguro los kayaks en la playa estarían inundados... 
              Después de los primeros mates mi mente se fue despejando.
 Mientras Milva preparaba el desayuno la lluvia fue mermando hasta desaparecer. Nuestra partida sería posible. El desayuno, los aprestos, la recarga de los equipos, el agua potable, la estiba de los botes, todo ello, nos hizo retrasar aproximadamente una hora y media. Tiempo para que la autoridad del viento noroeste fuera barriendo a las nubes y sacándolas de nuestro camino de agua.
El objetivo era alcanzar San Ignacio, meta exigente: estaba a más de 80 kilómetros aguas abajo. Nuestro ritmo de remada venía siendo muy lento y nuestras zarpadas tardías. Me contentaba por el momento el retiro de la lluvia y la posibilidad de seguir avanzando. 
Así, a las nueve de la mañana empezamos a alejarnos de la costa secundados por la patrulla militar.
Como hicieron los fenicios, navegamos “a costas vista”, que en realidad para nosotros era, simplemente, remar cercanos a la costa. Nuestra expedición a estas alturas ya había comprobado que la navegación por el canal era más veloz pero también hay que decir que la corriente era cambiante y había que buscarla permanentemente.
En las navegaciones de largo aliento el factor psicológico es muy importante y en ese sentido remar junto a la costa es un estímulo porque se cuenta con un parámetro de velocidad: traspasar cualquier punto de referencia como una casa, un árbol, un tronco hundido. En el canal, que suele discurrir por el centro del río, estos puntos son las boyas de kilometraje, pero en Misiones y el norte de Corrientes no existe el balizado, y aunque uno navegue a buena velocidad por el canal, suele tener una percepción de lentitud absorbido por la inmensidad del río.

            
         El viento regular que nos había traído el sol también había encrespado al río y de una manera bastante molesta. El oleaje hacía una diagonal entre el estribor y la popa y los kayaks tendían a perder su rumbo “cacheteados”. Esto para Enrique y para mí era casi anecdótico porque nuestros botes estaban muy lastrados y gobernadas por el timón. En cambio Milva y Lisandro, se veían obligados a hacer un desgaste desparejo, compensando con remadas adicionales la acción del viento. 

    Con estas novedades llegamos a Colonia Polana, otro aislado destacamento de PNA. Allí se amontonan caícos[1] decomisados, y el personal de esa dependencia releva al de Oasis, haciéndonos un nuevo seguimiento hasta la desembocadura del Arroyo Ñacanguazú.
        El problema del viento me hizo pensar en que tal vez era conveniente pasar peso de nuestros kayaks a los de Milva y Lisandro. Lastrar las embarcaciones siempre confiere estabilidad y amortigua la deriva  cuando se lo hace correctamente.

Estaba en una clase de Derecho Marítimo, en la Facultad de Derecho, cuando un anciano profesor, llamado Arturo Ravina, preguntó a una alumna:
“- Señorita, ¿a qué se llama “lastre”?
Mi compañera empezó a ensayar una vaga respuesta, cuando el profesor la interrumpió.
Yo le voy a decir lo que es el lastre. Lastre es el peso que tiene Ud. en su conciencia por no haber estudiado

        Me acordé de esa original anécdota mientras remaba con los pelos al viento y pensaba como podía mejorar la navegación. También me acuerdo que aquel profesor nos había “obligado” a conocer el astillero Río Santiago a los pocos alumnos que sobrevivimos a la cursada y que después nos invitó a comer choripanes en un carrito de Ensenada... qué recuerdos. Y que hambre... en aquel momento de la travesía hubiera matado por un choripán. Con el cuchillo Yarará, que no tenía.  
          Algo cansados hicimos proa a una playa apenas visible y señalada por un enorme y hermoso árbol de increíbles raíces que empezaba a despedirse de la tierra, inclinándose sobre el río. Allí hicimos un alto para comer y nadar.


·                 
Con cada vez más viento, desplegué mi vela improvisada y por momento me di el lujo de aprovechar la correntada y la fuerza de la vela. Así arribamos en pleno oleaje y rachas de viento muy fuertes al bonito Club de Pesca de Santo Pipó.
Echamos mano a nuestras ya mermadas provisiones y contemplamos muy sorprendidos el ventarrón de esa tarde brillante.
Pusimos proa hacia la Isla Pindoí, seguidos por la patrulla del destacamento de Puerto Maní. El sol se iba retirando, coloreando las olas del río, y palada tras palada nos fuimos acercando a la isla, que iba tomando forma.


(...) Anochece cuando enfrentamos el ominoso Paso de Corpus, que nos indicaron como peligroso. Aquí el río pega su vuelta alrededor de una isla y resuelvo avanzar por el tramo más corto, al apreciar en la carta náutica que el cauce más profundo sigue por afuera. (...) En lo oscuro vemos venir hacia nosotros una fuerte luz parpadeante, que nos sorprende. Es una gran boya (hasta ahora no habíamos visto a ninguna) y en realidad somos nosotros los que pasamos a su lado, arrastrados por la veloz correntada. Menos mal que no chocamos contra ella, pues su fuerte estructura de acero con anclaje de cadenas nos hubiera deshecho”[2].

Pindoí está enclavada en el medio del canal y cortada a pique por la acción del río. A medida que llegamos cada uno de nosotros va atracando en un fondo arenoso, y aquí y un poco más allá, se ven palos y brazos de árboles hundidos. La emerge unos dos metros por arriba del nivel del agua. Pero lo que vemos de la isla es en realidad la parte más elevada de un promontorio, cuyos niveles inferiores fueron desapareciendo conforme el Embalse de Yacyretá fue desmadrando el otrora correntoso y bravío Río Paraná.
Vemos allí arriba una casa blanca y unos árboles. Pero nos quedamos sentados en el arena, semihundidos en el agua tibia y contemplando la inmensidad del Paraná y la lancha de Prefectura, que atraca en la arena cerca nuestro. Recién en ese instante descubro que después de la mejor navegación durante este viaje, estoy agotado.

La Isla Pindoí

Lisandro llega a la isla
Me alegró descubrir una isla muy distinta a la que esperaba. Allí no había pretensiones minimalistas ni ninguna sobreactuación pro-turística. Más bien -y siempre dentro de la calidez que un visitante espera- todo era rústico y muy apacible. Para ser más gráfico: era estar en una chacra... en el medio del Río Paraná.  Y no era casualidad. Nuestro anfitrión era un chacarero llamado Juan. Mientras pensaba qué trato nos dispensaría, con gesto tenso dispuso las sillas y fue aprontando el mate para la charla. ¡Cuántas veces he vivido este ritual en la colonia[3] de Misiones!
Sentados con él no bien pudimos subir los botes a tierra, no demoró en contarnos su historia con un indisimulable orgullo al mejor estilo de los colonos misioneros, que casi invariablemente narran sus peripecias por la tierra colorada, desovillando anécdotas de lucha contra la adversidad y también contra el monte.
Él era Juan Perchak, descendiente de polacos (condición que resaltaba) y oriundo de Pozo Azul, un paraje de la serranía central de Misiones, zona todavía con reservas de selva y habitada por un puñado de comunidades guaraní y núcleos de colonos. Pozo Azul es, también, desde hace algunos años, foco de conflictos sociales por la tenencia de la tierra, el desmonte y el cruel sistema de producción de tabaco. Pero Juan ya no estaba allí y trajo a Pindoí todo su bagaje de habilidades. No creo necesario tener que detallar las cosas que son capaces de hacer los colonos si se tiene en cuenta que han nacido en las entrañas mismas del monte y a los 6 o 7 años les han confiado un machete para “que se las arreglen”.
 - Acá todos me conocen como Juancito de la Isla. Y todos me quieren... - Sería la frase que nos repetiría una y otra vez.
Miré alrededor. Merodeando por las distintas casitas de la isla pude ver caballos, patos, gansos, y unos chanchos (que siempre me infunden un gran respeto). Terminada la ronda de mate, todavía vestido con la misma ropa con que había remado todo el día, tomé mis bártulos y caminé hacia una de las casitas. Escuché el rumor y las charlas de otras familias que acampaban y preparaban fuego para la noche. El Paraná había desaparecido en la oscuridad. Al Sur se veían los trémulos refucilos de una tormenta.
Por la noche, Juancito, su esposa y su hija nos prepararon una cena invalorablemente  sencilla y bien regada de cerveza, de la que empezamos a dar cuenta sin demora. Juan, al igual que nosotros, se había dado una ducha y acicalado, y seguía contándonos la cotidianeidad de la isla y la constante reconstrucción que tiene que emprender cada vez que una crecida del Paraná la arrasa. En fin, él estaba feliz de encontrarse allí y no lo disimulaba. Yo lo escuchaba comiendo ansiosamente mis fideos con estofado y crema.
Sin embargo durante nuestra estadía en la isla hubo algunos momentos en que Juan había mostrado un semblante sombrío y esos momentos (me di cuenta de esto mucho después) coincidían con la presencia de la Prefectura en la isla. Ese gesto tenso lo había visto en Ramón (el mecánico de Colonia Wanda, que muy ameno y servicial me había comentado sus incursiones de cazador furtivo en el monte y lo desafiante que se mostraba ante los oficiales del Ministerio de Ecología que no tenían pruebas en su contra a pesar de que sí la certeza de sus tropelías).  En cambio, la malicia pasiva de Juan me resonaba a la actitud de un bandido rural (que no lo era) y a un seguro instinto de preservación.


Kike me sirvió más cerveza y observé que mientras él y Lisandro tendían a enrojecer, Milva se estaba volviendo más cobriza. Lo único que sabía de mí mismo es que estaba más barbudo y desaliñado que de costumbre. Bebimos otros vasos de cerveza más e intercambiamos opiniones sobre si seguir a San Ignacio a la mañana siguiente. Todos conveníamos en que estábamos cansados pero temíamos entrar en una cadena de retrasos. El viaje nos deparaba al menos 1.000 kilómetros más.
Me desparramé en la cama y me reconforté con el ruido del desvencijado ventilador de techo. Allí en el medio río, en la oscuridad, esa atalaya rocosa que es Pindoí no escapa a las esencias del Alto Paraná: las poderosas fuerzas naturales y las sórdidas y peligrosas actividades ilegales entre costa y costa. Y allí, la isla, haciendo las veces de posta neutral para actividades y personajes de toda laya y de ambas orillas, cuyas historias son conocidas por los lugareños, por las fuerzas del orden, y por el propio Juancito. El que todos quieren





[1] Los caícos son botes típicos de Misiones, de forma rectangular, fondo plano y construidos en madera dura, para resistir las piedras y correderas del lecho de arroyos y ríos.
[2] Fernández Real, Oscar. El Balsa de Iguazú a Buenos Aires. Sitio web: Historia y Arqueología Marina, http://www.histarmar.com.ar/InfGral-2/Balsa-01.htm
[3] La colonia es el término que en Misiones se da a la zona rural, porque ha sido originalmente habitada por colonos europeos, y hoy en su mayoría por descendientes de esos colonos.