sábado, 14 de mayo de 2016

Goya – Km. 930 – Km. 885 – Esquina (135 km)



Es una noche calma. 
Me veo a mí mismo en un amplio despacho de la Prefectura de Goya. En una pared cuelga un enorme panel pintado a mano con toda la jurisdicción: un conjunto de islas, brazos de río, arroyos y más islas... Me parece un verdadero laberinto... Me pregunto en silencio cómo vamos a orientarnos en semejante berenjenal.
El oficial de Prefectura comienza a dictarme instrucciones, y mientras anotó memorizaba el nombre: “Arroyo Guarapo”. También trato de grabarme aquellos lugares por donde debemos virar para no perdernos en las islas.    
·         
Estábamos intentando desandar los 135 kilómetros de agua que separan a Goya de Esquina. Conforme fueron pasando los días y las noches empezamos a darnos cuenta que una gran tormenta era inevitable.
Los días eran extremadamente calurosos. Nimbos pesados y oscuros iban poblando el cielo día tras día pero nunca terminaban de conjurar contra nosotros. El sol nos generaba un especial padecimiento y en las noches (cuando yo me resignaba a no dormir temeroso de un gran vendaval sobre nuestro campamento) en el horizonte veíamos rayos y refucilos anaranjados que a las pocas horas sucumbían en la espesa oscuridad.

Por consejo de Prefectura habíamos acampado en el norte de una isla frente a la baliza del Km. 930. En esa zona -en que el canal cambia abruptamente de curso- vive un puestero apodado "el Chapulín", pero lo cierto es que no dimos con él y decidimos establecernos en un pastizal cercano a la orilla.
Nuestras carpas estaban elevadas del nivel del agua, pero absolutamente desguarnecidas ante una eventual borrasca, que como se verá, me obsesionaba. Las tendimos rápidamente, prendimos una pequeña fogata, y al caer el sol una horda descomunal de mosquitos se hizo presente -casi por única vez en el viaje- y nos obligó a  escondernos tempranamente.


Padeciendo aquella madrugada pegajosa y quieta contemplé a la luna vieja, grande y anaranjada remontar el Paraná. Luna que empezaba a perder fuerza y presencia, y que según lo que venía pensando, era factible que pronto no pudiera contener más a las ansias de tempestad que el cielo quería descarga sin piedad en esa zona del litoral.
"Se cree que la luna llena retrasa la formación de las tormentas", nos había  dicho Pablo en Goya. Y por lo que veníamos observando, esto se daba plenamente. También me habían dicho lo mismo en Orán hace unos 15 años y recuerdo que en esa ocasión no se aplicó el principio y aquella ciudad salteña padeció un temporal atroz que inundó buena parte de sus barrios.
Según parece, la influencia de la luna en los estados atmosféricos es bastante débil en relación a que ejercen otros factores. Pero me aferré a esta creencia.



Dejamos el km. 930 en una mañana húmeda y calurosa como pocas.  Intentamos mantener el ritmo con la esperanza de llegar a Esquina en las últimas horas del día, pero la tarea no iba a ser sencilla. A nuestros flancos se iban formando lluvias aisladas y cortinas azules que nos acompañaban con sus truenos. 
El cielo nublado nos daba un gran  alivio, y más aún: era necesario que lloviera en esa atmósfera saturada. 
Bebía de mi botella un mejunje de agua de río potabilizada con lavandina y algo de jugo de lima. Si llovía, también podría beber el agua de la lluvia.
El mediodía nos encontró retomando el brazo principal del Paraná, por el que bajamos algunos kilómetros. Yo iba relojeando la tormenta y se la marqué a Lisandro, que al volverse hacia atrás acotó sencillamente:  “ahh... estamos en la mierda...
Las proas apuntaron hacia a una isla santafecina apenas apartada del canal de navegación. Soplaba un fuerte viento noroeste y desde ese cuadrante se apiñaban nubes azules. A la hora de advertir el fenómeno, la tormenta estaba declarada y tenía un aspecto bastante feroz. Con la tranquilidad de la tierra firme, Milva preparó unos fideos con caldo en su calentador y nos sentamos a descansar. Las ráfagas estremecían el ramaje y las nubes cargadas sobrevolaban rápidamente esa ignota isla frecuentada por carpinchos y cazadores. Curiosamente, no llovió.




Al adentrarnos al río otra vez vimos que la tormenta permanecía en su lugar, anhelante y cada vez más amoratada. El río se había encrespado y todo hacía pensar que el pronóstico inmediato no era bueno. No cabía pensar otra cosa que la suerte ya estaba echada y con Kike decidimos iniciar el cruce a la costa correntina. 
En el medio del canal el río estaba muy bravo y las ráfagas tomaron más fuerza. Remábamos a toda máquina, cuando advertí que Milva no podía gobernar su kayak, perjudicada por el oleaje y el escaso lastre de su bote, por lo que con Kike comenzamos a ayudarla aparejando los kayaks y dirigiendo la proa hacia una playa todavía bastante lejana pero distinguible. El viento y el oleaje que protegía la playa hicieron de toda esta maniobra una pequeña hazaña dentro del viaje. Estuvimos en peligro. Otra vez.
Exhausto me quité el neoprene y miré el río que allí era descomunal. Cayeron dos rayos brutales. Y Lisandro pasó a mi lado escupiendo improperios y mostrando un gran fastidio.

 

El Capitán Nelson

El impresionante porte del Don Kasbergen empujando 16 barcazas, rumbo a Paraguay

La tarde se hizo benigna y nos encontró tomando mate en el Km. 885, a 300 metros de nuestro campamento original, en el puesto de Juan y Francisca.


Nuestro primer encuentro con el Don Kasbergen, en el km. 1123 del Río Paraná






Allí Kike me informó, mientras distraídamente miraba a las cabras correteando al corral, que el Don Kasbergen venía de subida y había ingresado al sistema de Esquina. Una hora después, el remolcador con sus barcazas empezó a pasar frente a nuestros botes -que descansaban en la orilla- y desde el puente de mando nos saludaron con un sonoro bocinazo.
Kike y yo, vistos desde el puente de mando del Capitán Tarapow


Nos acercamos a la costa, el capitán salió a saludarnos desde la cabina, y nos  fotografiamos mutuamente, nosotros desde la costa y el capitán desde el puente. Con su modulada y amable voz el capitán del Don Kasbergen nos radió otra vez, alegre de vernos nuevamente. Se ofreció a contactar a nuestras familias y nos puso al corriente de las novedades meteorológicas (marcada merma de presión atmosférica). Casi al despedirse Kike le preguntó su nombre.
-      Mi nombre es Guillermo Tarapow, soy el capitán Guillermo Nelson Tarapow.
Me llamó la atención que repitiera su nombre completo. Después entendí.
-      Kike -dije sorprendido al escuchar la conversación- es el Capitán del Irizar![1]
Mantuvimos así una prolongada charla con Tarapow mientras a toda potencia el Don Kasbergen vencía lentamente la corriente. El buque comenzó a iluminarse en el anochecer y la mole de barcazas oscuras que avanzaban casi 200 metros más adelante mezcladas con la oscuridad eran solo advertidas por un pequeña baliza.
Tarapow proviene de una familia de estirpe marinera. Sus nombres provienen de sus máximos referente marinos, el Almirante Guillermo (William) Brown[2] y el Almirante Horatio Nelson[3]. Actualmente el Don Kasbergen realiza el tráfico Asunción - San Nicolás trasladando mineral de hierro proveniente de Bolivia hacia las terminales de las siderúrgicas argentinas.

Los puesteros del km. 885



El viento que había soplado con asombrosa intensidad, desapareció. También ese cielo amoratado se degradó a gris y un leve resplandor entró casi paralelo a la superficie del Paraná. Lisandro dormía en una carpa escondida entre los matorrales, Kike y yo intentábamos pescar mojarras en la playa, y Milva... Milva quería hacer algo.
- Cuando cruzamos el río con la tormenta me pareció ver una casa unos 200 o 300 metros aguas abajo, pero no estoy seguro... - le comenté, más preocupado por evitar que me mordiera una mojarra que por la exactitud de lo que estaba informando.                                                              
- Voy a ver... - dijo ella sin mayor explicación.
Se subió a su kayak y mientras se alejaba de la costa nos empezó a insultar, al solo efecto de que Lisandro se despertara y creyera que se había enloquecido. Lo logró, haciendo que su amigo se despertara preocupado, y con Kike le dijimos que volviera a dormir.
Nos parecía bien que Milva fuera a investigar. Sabíamos que -por la razón que fuere- ella conseguía aquello para lo que nosotros naturalmente obtendríamos un “no”: comida, alojamiento, colchones, etc. Y efectivamente, otra vez por su gestión, al poco rato, los cuatro estábamos tomando mate junto a un matrimonio de puesteros en el km. 885: Juan y Francisca. Ellos nos ofrecieron pernoctar allí, así que volvimos a desarmar el campamento original río arriba, cargamos nuestros equipos a los botes, y volvimos al puesto, traídos por la espesura negra de la noche brotada de estrellas intensas. Fueron minutos breves, llenos de silencio y fascinación.
Nos costó bajar desde los kayaks. El río parecía bajo y hubo que subirlos por el albardón en la oscuridad. Caminamos por el pastizal hasta la ranchada en una noche que estaba húmeda y llena de bichitos. Allí nos esperaba un estofado servido en una mesa bajo un enorme ombú.




Cruzamos la mirada mientras comíamos, llenos de regocijo por la inesperada muestra de hospitalidad en ese lugar, que parecía una pintura de Molina Campos.
Juan y Francisca silenciosamente llevaban sus colchones para que nos pudiéramos recostar en ellos.
El matrimonio vive en este lugar perdido en el Paraná teniendo a su cargo el ganado de una empresa. Cuidan diariamente a vacas, ovejas y cabras, con ayuda de su pequeño hijo y un sobrino, quienes ya han heredado las mañas.

Recuerdo que en Misiones, hace muchos años, se presentó un dilema en la chacra de mi amigo Martín Una enorme chancha se había escapado del chiquero y le comía el maíz a Laurí, el vecino. Como escarmiento la chancha fue atada a un poste por el cuidador de la chacra. Ató una de sus patas con un nudo corredizo. Una idea poco feliz.
No duró mucho castigo para la chancha porque de tanto insistir cortó la prearia soga y volvió a las andanzas. Sin embargo, el costo fue una profunda herida en la pata que además se infectó y que con seguridad se iba a agravar. Había que recapturar al animal para poder curarlo, y Martín pensó que yo podría ocuparme del asunto.
El plan era ubicar al animal en la chacra o en la plantación de maíz, y correrla con una antorcha hasta un lugar donde yo pudiera darle alcance y detenerla.
Al atardecer subíamos el sendero mientras ultimábamos los detalles cuando la chancha pasó delante nuestro muy tranquila hacia la chacra, arrastrando la soga de su pata. Seguramente venía de cometer sus tropelías.
Ahora la teníamos a tiro. Así que Martín prendió la antorcha y comenzamos a correr. El animal escapó por detrás de la casa y yo volví sobre mis pasos para esperarla por el otro lado. Se suponía que tenia que atraparla en ese momento. La chancha apareció, enorme, agitada y molesta. El gritó que dio me puso la piel de gallina (por cierto otra frecuente habitante de la chacra, que en este caso no tenia nada que ver).Y supe que no iba a poder hacer nada.
Por esas cosas del destino ella no tuvo mejor idea que meterse a un pequeño porche con barandas de madera, donde solíamos sentarnos a tomar mate. Entonces solo tuve que cerrar la puerta-tranquera, y la chancha quedo encerrada en un insólito corralito, pero como un toro español. Sacando fuego de la nariz.
Me quedé pensando qué hacer, y entonces apareció el cuidador de la chacra, Valentín (el del nudo corredizo). Estampa de hijo de brasileños, mestizo. Camisa raída. Cigarro en la boca. Y su ojo de vidrio.
Dio un salto por encima de la baranda y se enfrentó a la bestia peluda como en un cuadrilátero minúsculo. La tomó de las orejas, empujó su cabeza hacia abajo con violencia y se montó a ella, inclinándose hasta tumbarla, a pesar de los insoportables berreos. Entonces Martín y yo miramos su pata y vimos la herida, que era profunda y estaba agusanada. Le aplicamos curabichera, y entonces Valentín la soltó y la chancha volvió a su vida normal. Se recuperó rápidamente, y no hubo que sacrificarla como pensamos.
        
Nunca deja de asombrarme la gente del campo, a la que a muchas veces se subestima. Y sin embargo tienen un prefundo conocimiento de aquellas cosas que están conectadas con la supervivencia... pobres de nosotros.
Lisandro también parece tener maña campera. Entre mate y mate hace gala de un gran conocimiento, y ante mi sorpresa me cuenta que su familia tiene campos en Santa Fe. Ha tratado desde pequeño con los peones y aprendió de ellos las faenas de campo. 




Juan, que no debe tener más de 30 años, cuenta que es frecuente el cuatrerismo en toda la zona.
-      Se roban tropillas de vacas enteras. – Dice mientras paladea el mate. 
-      Pero, ¿cómo...? ¿Vienen con barcos? – pregunto. 
-      No, no...  Las arrean hasta el río y las hacen cruzar a la isla.
Miro el Paraná, que allí debe tener un ancho de 1000 a 1500 metros.
-      ¿Las vacas nadan hasta allá?
-      Algunas se ahogan... ¿Otro mate?
El sol brilla entre el ombú. Las cabras caminan por los troncos de los corrales y los chicos andan a caballo. Qué hermoso lugar, me apena estar poco tiempo con ellos.
Milva me dice, bajando la voz.
-      ¿Le viste los ojos a Francisca? Está triste... Me gustaría saber por qué.
Y entonces vuelvo a la realidad real. Hay que volver a encarar el río y dejarse llevar por él otra vez.



[1] En 2007 el rompehielos ARA Almirante Irizar, una de las embarcaciones  emblemáticas de la Armada, por ser la encargada de realizar las Campañas Antárticas año tras año, padeció un incendio devastador en su sala de máquinas y el buque desprovisto de potencia quedó al garete en el Atlántico. El Capitán Tarapow ordenó la evacuación total del buque con su sola excepción, y luego de varios dias de incendio, el Irizar resistió y arribó a la Base Naval de Puerto Belgrano. Las averías del buque aún no se han subsanado, y el capitán silenciosamente dejó la Armada. Para muchos un héroe que contribuyó a salvar el buque, para otros un romántico que desobedeció una orden de la superioridad. Lo cierto es que aquello se vivió como una gesta y algunos ciudadanos de a pie (entre los que me incluyo) no hubiesen podido digerir la pérdida de otro emblema patriótico en circunstancias tan aciagas.
[2] Guillermo (William) Brown (1777-1857). Almirante irlandés, nacionalizado argentino, considerado padre de la Armada Argentina.  
[3] Horatio Nelson (1758-1805). Almirante de la Real Armada Británica, uno de los máximos héroes militares del Imperio Británico, vencedor de la histórica batalla de Trafalgar, donde murió. 

sábado, 7 de mayo de 2016

16 de enero: Bella Vista – Goya (78 km.)


“Ayer hicimos el tramo Bella Vista - Goya. Más de 70 km. enmarcados en un río inmenso, silencioso, expandido hacia costas bajitas, planchado a más no poder y lleno de sus claras turbulencias arcillosas. El lomo de un dorado pasa orondo en el barroso y calmo canal a orillas de mi bote y me muestra su traslúcida cola anaranjada.
El cielo es límpido y las barrancas parecen cortadas a sacudones de lluvia y tiempo .
Paramos a hacer un primer descanso en un barranco, en una pequeña bahía con playa, donde un ingá nos da una sombra generosa. 

Bajamos el río cada vez más ancho y pasado el mediodía atracamos en un inmenso banco de arena blanca, donde la soledad solo se corta con el alboroto de los atíes y playeros que me azuzan con vuelos rasantes e intimidatorios para que me aleje. Almorzamos en un reparo del arenal, bajo unos árboles, y luego duermo a lomo del bote para no estar al alcance de las hormigas.
A la salida del arenal avistamos a un buque El Boyero. Está encargado del balizamiento del río y Kike puede contactarlo por VHF. El Capitán nos indica amablemente que pronto llegaremos a Lavalle, y además da aviso a la Costera de Goya cual es nuestra posición. "Muy lindo che lo que están haciendo, cualquier requerimiento quedamos en la frecuencia... para eso estamos" nos dice.

Pasamos Lavalle por su riacho de arenales, de casas al borde del agua e islas bajas, donde el ganado pasta. Tres toros me miran desafiantes sin moverse. En esos momentos,. al otro lado de la isla, estamos superando sin saberlo la boya del km. 1000.   Salimos a hacer un tramo del Paraná por el canal, y al poco tiempo entramos en el riacho Goya. Hago recalada en la Reserva Natural Isla Las Damas”

Para arribar a Goya debimos remar 78 km. desde Bella Vista. Extensos kilómetros de calma, de sol y de río planchado. Ansiaba llegar a ésta, la segunda ciudad de Corrientes, que me sabía a flores, a trenes y sitios pintorescos.
Mirando al Oeste buscaba sobre la superficie lisa y espumosa la boya del kilómetro 1000, sin novedad de ella en el momento que dimos con la desembocadura del riacho Santa Lucía y luego con la boca del Riacho Goya, aunque dudamos un poco hasta acertar a dar con ella. Así, los muelles, casas y paseantes de la ciudad nos miraron remar en el amable atardecer.
Las costas de Goya se encuentran separadas de las aguas del Paraná por una extensa lengua de tierra que corre paralela: la Isla Las Damas (de 2.200 hectáreas de superficie). Y en la isla, casualmente, nos esperaba un amigo (desconocido): el guía de la Reserva Natural Isla Las Damas, Pablo. Así que decidí desembarcar primeramente allí para saludarlo mientras que mis tres compañeros con las últimas luces de la tarde, siguieron bajando el Riacho Goya hacia el Destacamento de Prefectura.
Destacamento PNA, Goya.


Goya fue fundada en 1807 y declarada ciudad en 1815. Su nombre proviene del diminutivo de Gregoria. Gregoria Morales fue una famosa almacenera afincada en la costa, cuyo nombre comenzó a hacerse común debido a que proveía de carne y queso[1] a los buques de vela que hacían “la carrera” entre Buenos Aires y Asunción. 
“El amarradero de doña Goya ofrecía la ventaja de su ubicación en la parte media de esos poblados, con caminos naturales sobre terrenos altos y firmes que le permitían el fácil acceso de las caravanas de carretas y carros, que cargadas con tabaco, charque, cueros, lanas, algodón, cerda y otros productos los cargaban en las embarcaciones que llegaban al puerto. También había una razón de vientos, que soplan  generalmente del Este, lo que hacia mas fácil la navegación a vela en la zona. El puerto de Goya se constituyó así en uno muy importante de la zona, siendo estación de trasbordo de mercaderías y también de carga y descarga de los productos nombrados. Años mas tarde y debido al mayor calado de los buques que navegaban por allí, debió construirse un puerto de mayor calado, que se llama "exterior", situado unos kilómetros aguas abajo del original[2].
Pero el anegamiento del riacho Goya y la vuelta de los abipones complicaron la situación.
“Hacia 1822 la situación se hizo extremadamente grave. El 25 de febrero de ese año, una invasión de aborígenes chaqueños efectuada a la altura de Goya, provocó la muerte de 25 soldados, del oficial que los mandaba y de un cierto numero de vecinos La invasión obligó al entonces gobernador coronel Fernández Blanco a salir de campaña...”


Pablo aparece  con un grupo de turistas, cámara de fotos en mano. Pablo Bethular es oriundo de Victoria, San Fernando, donde vivió su vida de barrio al calor de la pasión por el Club Atlético Tigre y su debilidad por la música. Por esas cosas de la vida migró, junto con Vivi, su actual compañera, a esta ciudad hace más de 20 años.




Con ilusiones, con sus yeites y habilidades de artesano, se adentró en el silvestre litoral y se tuvo que ganar la vida a pulso, bancando los malos momentos, puchereando, y viviendo literalmente de la pesca. Los frutos que el río le concedió es la razón –una de las tantas- por la cual lo venera. Allí, de tantas noches y tardes,  se ganó el favor de los pescadores y los cazadores, sobrevivió a las inundaciones, se hizo su lugar y trabó amistad con muchos en la ciudad. Terminó siendo fotógrafo y guía en la Reserva Natural Isla las Damas[3], divulgando su gran riqueza y convirtiéndose en un buen amigo del río y de su entorno.
Con el “chamigo” pegado a cada fin de frase, me recibe con un abrazo y me participa de unas tortas fritas.  Está felizmente empapado de la idiosincrasia litoraleña, pero conserva la dura escuela de la calle, y las trazas bien presentes del rock urbano en su repertorio de músicas.
Ya habrá tiempo de hablar con él. Me marcho al destacamento antes de que la noche colonice la puesta del sol y me descubra remando sobre el riacho.
Daniela, Pipi, Enrique, Milva, yo, Lisandro, Pablo y Vivi




Al llegar compruebo que la expedición estaba bastante maltrecha. Lisandro acarreaba un fuerte dolor en el hombro y Milva una molesta irritación en los ojos. Era lógico que el desgaste físico comenzara a ser una realidad. A tal punto estaban afectados nuestros compañeros que no fueron parte de la cena.
Sentados en una mesa al aire libre en la plaza central de Goya, Enrique y yo hicimos honor a unas pizzas y conversamos nuevamente sobre las complejas etapas que se avecinaban en el viaje. Por eso (y por la recuperación que todos necesitábamos) nos tomaríamos un nuevo día libre, a pesar de que Milva ya nos había manifestado su férrea decisión de seguir al día siguiente. 
Estoy cansado pero disfruto de esta Goya, bella ciudad. Aunque como todo Corrientes parece haber perdido, en algún momento de su historia, el impulso. Goya es la segunda ciudad más importante de la Provincia, pero su actividad y desarrollo menor que el de casi cualquier ciudad del conurbano bonaerense. No es que eso esté necesariamente mal, sobre todo cuando la calidad de vida, como dicen los que saben, tiene poco que ver con la cantidad de cosas.  Aquí cerca está el río, los árboles con flores, y gente que se conoce y se saluda. Es una cosa distinta, ni mejor ni peor. Para el que viene de otros lares, como yo, esta vida es -al menos- tan distinta como atractiva.
Antes de irnos de Goya, hicimos nuestra foto de despedida con Pipi y Daniela


 La Capital del Surubí

Casi discusión se impuso la tesis del descanso. 
Toda la mañana retozamos a la sombra de los sauces del destacamento de Prefectura, y soportando los 44 grados de aquel día todos salimos a almorzar.  Pablo llegó a la tarde a saludarnos y se ofreció a llevarnos a una especie de city-tour por la ciudad.

La impactante imagen que se ve en Goya, todos los años, en la Fiesta del Surubí. 

Daniel Scioli y Carlos Menem en Goya. Al fondo, el gobernador Romero Feris.
Me quedo mirando los cuadros que cuelgan en las paredes del Museo del Surubí, un gigantesco pontón flotante de dos pisos amarrado a la costanera de Goya. Captan mi curiosidad las fotos de las espectaculares Fiestas del Surubí. En una se ve a Carlos Menem y a Daniel Scioli participar en una lancha. Otros son ingeniosos afiches publicitarios y más allá hay fotos de algunas piezas imponentes capturadas hace mucho tiempo.
Me acuerdo que en la casa de mi abuelo en San Fernando había una especie de cuarto-carpintería. Era un ambiente misterioso. Para llegar allí había que subir una escalera de piedra a la intemperie y el pedido de las llaves había que formulárselo a mi abuela a escondidas de mi abuelo, lo que implicaba casi siempre alguna explicación que, con mis diez años, tenía que sonar convincente. 
La carpintería tenía herramientas viejas, frascos con pintura seca, y enseres de pesca. Entre ellos chicotes y un canasto de mimbre con un espinel viejo y lleno de anzuelos negros. Y en un armario, una gran colección de viejas revistas Camping, antecesora de la actual Weekend. Al hojear esas revistas en el silencio de la carpintería se habían instalado en mi mente esos nombres que asociaba a ríos inmensos y revueltos y a tardes doradas que coloreaba imaginativamente desde el papel blanco y negro: Goya, Paso de la Patria, Esquina… En la Camping veía las fotos de los colosales dorados de Paso de la Patria, pero también estaban los surubíes de Goya.
Esa carpintería, esas revistas, y las historias de mi abuelo estaban asociados, de algún modo misterioso e inconsciente, a este viaje.
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Crecí en la ribera de San Fernando, con la caña en la mano, en interminables tardes de pesca sobre el Río Luján. Desde los seis años ya sabía perfectamente por el movimiento y el vaivén de la boyita del telgopor qué pez andaba hurgando la carnada: un bagre, una mojarra, una palometa o una boga.
Un poco más crecido, emprendíamos pequeñas expediciones de pesca con mi hermano y mis amigos de barrio. Nos divertíamos mucho. Recuerdo que, con una llamativa necesidad de ganar la simpatía y el favor del grupo, asumía la desagradable faena de desenganchar los pescados “no queridos”: las viejas del agua o las peligrosas tortugas que a veces se prendían o eran robadas[4]... incluso a veces desenganchaba anzuelos de dedos humanos. Y aprendí a hacerlo del modo más incruento posible. Pero a veces -y especialmente con los bagres, armados y manduvas (propensos a “tragarse” la carnada)- ésta era una tarea muy penosa, y fui comprendiendo, con los dedos llenos de sangre, cómo sufrían esos pobres hermanos del agua.
Hacia la adolescencia el maravilloso oficio de la pesca perdió todo sentido para mi. Entonces las cañas quedaron guardadas; la mía, de fibra de vidrio; la de mi hermano, una rústica de caña colihue; los míticos reeles Escualo y la caja de pesca Pirayú heredada de mi abuelo -donde aún se conservaban enseres que él mismo utilizaba: rotores, plomadas, perlas e incluso viejos anzuelos... - todo, todo, quedó guardado.    
También, por esa convivencia periódica con el río, los barcos -especialmente las lanchas colectivas- me generaron una gran fascinación. Ni hablar de los grandes buques y los veleros. La forma de los cascos, la potencia de los motores, el misterioso trabajo de las hélices sumergidas, todo eso me hizo divagar con la arquitectura naval, algo que nunca vio la luz. Sin embargo y sin saberlo la atracción provenía de tiempos remotos: yo ya había navegado en velero a los tres años.
“Por eso no te acordás”, me decían mis familiares.
Y ésa era una historia que le incumbía a mi abuelo, el Bebe (sin acento). La historia es larga, pero la resumiré.

 

El Cambá

Parece ser que aquel ignoto barquito verde navegó mucho tiempo al margen de la ley

“Qué será de los porteños / Ocupando el Liberaij..”
                                    (Brindis por Pierrot - Jaime Roos - Canario Luna).
Para fines de los 60 el Bebe, un cumplidor empleado del Banco de Londres se aficionaba a la náutica, vicio que despuntaba los fines de semana. Decidido a comprar un velero encontró uno pequeño y robusto, de líneas elegantes, con un casco color verde inglés y con “cola de pato” (detalle que siempre me subrayaba).
Desde hacía algunas décadas los veleros de doble proa habían ganado una extraordinaria reputación para largos viajes, especialmente desde que en 1942 Vito Dumas consumara la hazaña de dar la vuelta al globo con el Legh II, un “doble proa” de 9,55 de eslora.
“A los doble proa (...) les siguieron los ’cola de patos’. Eran revolucionarios. Proa redondeada ya sin bauprés, quilla corrida, popa que salía naturalmente del agua para cortarse en un espejo algo pequeño, aparejo bermuda con la botavara terminando antes que la popa”[5]
La compra de aquel velero, llamado enigmáticamente Sibirita, fue hecha a un precio ridículo a dos hermanos de apellido italiano. Y la razón de la ganga se descubrió  cuando la embarcación fue sacada del agua en el varadero. Allí expuso inmediatamente sus miserias y maltratos: casco machucado en la obra viva[6], cuadernas golpeadas, un maderamen en general haciendo agua y un motor, mudo, al que no había Dios que lo hiciera arrancar. La desazón de mi temperamental abuelo fue in crescendo
A los cinco meses de febril trabajo cambiando tablas, calafateando, pintando, limpiando sentina, y reparando el burro de arranque, el barco despertó, y estuvo en condiciones de navegar nuevamente. Así, rebautizado como Cambá, hizo su viaje inaugural. En una bella tarde del Río Luján, en una navegación sin novedad.
Esa misma gloriosa tarde de felicidad familiar y de orgullo náutico, como llamada por un espíritu agorero, se hizo presente la Prefectura Naval.
Mientras bajo el ocaso el velero pacía en la amarra, y la brisa bamboleaba suavemente los cables de acero contra los mástiles, salpicando con sonidos tintineantes el paisaje del río, dos oficiales se dedicaron a interrogar largamente a mi abuelo respecto del barco, de su adquisición, de su origen y su uso. También le preguntaron sobre el cambio de nombre e incluso llegaron a preguntar cuánto había pagado por él.
El Bebe (a la izquierda) y mi abuela, en Mercedes, Uruguay.


- “Eso no tengo por qué explicárselo. Es un problema mío, señor. – Zanjó la conversación. Y es bastante probable que ésa hubiera sido la respuesta, ya que varias veces lo escuché terminar diálogos en términos menos amables que aquellos.
Inmerso en la preocupación recordó las palabras del carpintero mientras trabajaba a destajo: “Bebe, a este barco seguro lo usaban para bagayear[7]”. Y la confirmación le llegó poco tiempo después cuando un marinero le confirmo para su perplejidad: “A usted le vendieron un barco que va y viene de Uruguay. Y está marcado...”
Los sombríos vendedores de esa paria flotante habían sido dos hermanos llamados Ibis y Atir Nocito, cuyos particulares nombres, invertidos, cifraron el de la embarcación: Sibirita.
Y hasta aquí llegó la historia que me narró mi abuelo.
Pasaron los años, Bebe emprendió su viaje a la Eternidad, y siempre recordando esta particular historia -que me contaba mientras jugábamos a los dados- me puse a investigar. Y grande fue mi sorpresa cuando una simple búsqueda de nombres por Internet me llevó a la punta del ovillo:
En 1965, cuando el velero se compró, Atir Omar Nocito tenía 39 años y se hacía llamar por su nombre artístico: Fontán Reyes. De oficio, cantor de tangos. Había formado parte de la Orquesta Típica de Francisco Canaro, pero ya para ese momento su carrera estaba en franca decadencia. Cantaba en tugurios y piringudines de mala muerte en la zona de San Fernando. Por eso es plausible que mi abuelo en una de sus licencias haya trabado relación con este hombre en el bar de San Ginés y Sarmiento (a una cuadra de su casa).   
El tío de Reyes era Máximo “Nino” Nocito, que ostentaba en ese entonces el cargo de Presidente Interino del Concejo Deliberante de San Fernando. Nino era un inescrupuloso que manejaba asiduamente información sensible: por ejemplo, cuándo, cómo y dónde se pagaban los sueldos municipales. Entonces, urdió una maniobra con sello y engranaje familiar: robar el dinero para el pago de sueldos en el mismo momento que saliera del Banco Provincia, a 100 metros de la sede de gobierno de San Fernando.
Según la propia versión de Fontán Reyes/Atir Nocito al periodismo 30 años después, él reclutó a cuatro maleantes en el bar de San Ginés y Sarmiento y los proveyó de armas para hacer el trabajo. La versión de sede judicial, en cambio, es que Reyes sólo se ocupó de poner en contacto a los delincuentes con su primo hermano Carlos[8] (inspector de Obras Públicas del Municipio e hijo de “Nino”). Una vez consumado el golpe comando, Reyes debía “aguantarlos” un tiempo en su casa de Olivos.
Carlos Nocito, entonces, se ocupó de articular las complicidades, probablemente suministrar él las armas, establecer el reparto del dinero y sellar los pactos de silencio. Nino, el jefe del clan, debería quedar totalmente desvinculado del asunto.
La policía uruguaya rodea el Hotel Liberaij de Montevideo


Los maleantes (Roberto Juan Dorda, Marcelo Brignone, Carlos Mereles y Enrique Mario Malito) dieron el golpe en la tarde del día 27 de septiembre de 1965. Actuaron con inusual brutalidad acribillando al tesorero municipal y dos policías con una ametralladora y huyeron a bordo de un Chevrolet 400 con todo el dinero: 7 millones de pesos. Los delincuentes se escondieron un buen tiempo –incluso y de manera especial de quienes los habían contratado- para finalmente huir a Uruguay, adonde extendieron su raid de sangre, drogas, robos y excesos. La aventura terminó en el Hotel Liberaij de Montevideo. Allí resistieron 15 horas y dos de ellos murieron. En esos momentos previos a su detención, decidieron prender fuego el dinero.
La historia fue plasmada por el escritor Ricardo Piglia en su novela Plata Quemada, que luego pasó al cine con gran repercusión[9]
Las turbias relaciones de contrabando, tráfico y demás corruptelas entre Uruguay y Argentina se habían hecho seguramente con el Sibirita. El barco que decidió comprar mi abuelo. 
De todo esto, llego a la conclusión de que no solo el barco había sido vendido a precio vil por su estado calamitoso sino porque efectivamente Fontán Reyes decidió “sacárselo de encima”. Y allí llegó el incauto Bebe, que a la postre y afortunadamente salió indemne por la buena estrella de su nobleza. 

Víboras de hierro 

La pitón albina de Peña se encariñó con este servidor
Visitamos el serpentario de Goya, ubicado a pocos metros de la ex estación de ferrocarril. Honestamente y en principio, la presencia de la estación me llamó la atención más que el propio serpentario, y despertó mi curiosidad de aficionado a los trenes.
Las vías que llegaban a la estación Goya fueron sepultadas recientemente por el asfalto de la Avenida del Bicentenario. De todas maneras no tenían ningún tipo de uso, ya que el último tren se fue de Goya en 1988 ó 1989, anticipándose cuatro años a la desactivación de los trenes generales de todo el país, la cual impactaría especialmente en la red mesopotámica del Ferrocarril Urquiza.
En esa época la Mesopotamia aún era atravesada por distintos trenes, siendo los más recordados  El Gran Capitán (Buenos Aires – Posadas) y El Correntino (Buenos Aires – Monte Caseros – Corrientes).
El tren directo en combinación directa a Corrientes. Seguramente alguno menos elegante que éste visitó Goya. 



Justamente, en el km. 371 de la línea principal de Monte Caseros a Corrientes, se inauguró el ramal San Diego (hoy Félix Mantilla) – Goya.  Sucedió en el año 1911.  El ramal fue construido por el FCNEA (Ferrocarril Nordeste Argentino) con rieles livianos descartados de viejas trazas (como la del FF.CC Argentino del Este) en el contexto de la promoción de las colonias de agricultores extranjeros[10], dedicados principalmente al cultivo de naranja, el tabaco y el algodón, aunque también cultivaron maíz, mandioca y maní. Las viejas vaporeras con trenes livianos arrastraban formaciones combinadas (carga y pasajeros) vinculando la línea general, las colonias agrícolas y el Puerto de Goya.  Para la década de 1970 el tren ya dejó de llegar al puerto de Goya, circulando hasta el año 1989 el tren 6603/6604, el “carga con coche”, o a veces algún cochemotor (la famosa “chancha” Fiat).



[1] Sus quesos eran de gran fama, ya que estaban hechos con leche de vaca o cabras que a su vez se alimentaba del coco de la palmera yatay, muy común en la zona.
31  Un poco de la historia de Goya (Del libro Goya, ciento cincuenta años de historia. Investigaciones de alumnos del Instituto Presbítero, Manuel Alberti, año 2002.
32  https://www.facebook.com/ReservaNaturalIslalasDamas/?fref=ts


[4] A diferencia del pez que muerde el anzuelo, “robar” refiere a enganchar a un pez de manera casual y de cualquier parte de su cuerpo. De hecho, para esta tarea muchas veces se utilizan “robadores”, es decir, anzuelos triples. 
[5] Hernán Alvarez Forn. Arquitecto naval y escritor.
[6] Se refiere a la parte del casco de una embarcación que se encuentra en contacto o bajo el agua.
[7] Bagayear: Contrabandear.

[9] Los Nocito fueron detenidos después como entregadores, y en su investigación-novela, Piglia aporta: “(Fontán Reyes) había servido de tapadera a algunos trabajos sucios de sus amigos. Los había escondido, después de un asalto, en su casa en Olivos, había cruzado merca a Montevideo y había vendido algunos «ravioles» en los boliches del bajo. Trabajo liviano, pero esta vez era distinto” “(...) Carlos Nocito, de treinta y cinco años, casado, primo hermano de Atir Ornar Nocito, alias Fontán Reyes, se desempeñaba como inspector de Obras Públicas de la comuna de San Fernando. Era un influyente, un hombre que hacía favores en la zona, un típico puntero que bordeaba las actividades delictivas. En otro lugar habría sido un hombre de la mafia pero aquí se dedicaba a pequeños negocios en los que entraba la coima y la protección a quinieleros y quilombos clandestinos. Era socio en un garito de Olivos y tenía intereses en distintos puntos de la costa y era hijo de don Máximo Nocito, alias Nino, presidente del Concejo Deliberante de San Fernando, elegido por la Unión Popular. Detenido e interrogado, Nocito terminó por admitir que se había reunido con los «hacendados» que les presentó su primo Fontán Reyes, y que los había apalabrado para asaltar a los pagadores de la comuna. Las reuniones se hacían en un lujoso departamento de la calle Arenales.”

[10] En el caso de las colonias, tanto en Corrientes como también Santa Fe, el impulso dado por el ferrocarril ha sido cuanto menos discutible. Los entendidos en la materia sostienen que “de por sí, no hay una relación directa entre el y la generación de progreso”, y esto parecería verificarse en muchos casos y ejemplos. Uno muy contundente es el caso del ramal C-25 de Formosa a Embarcación (Salta), que si bien resultó útil como vía de transporte de petróleo (y que hoy lo sería de soja) no logró por si mismo impulsar a los pueblos intermedios.
La Guía comercial del FCNEA de 1928, dice en su pagina 209 que la zona de Goya “(...) es importante en agricultura, tenido colonias con propietarios que progresan con sus cultivos propios. Se cultiva especialmente tabaco, maíz, alfalfa, mandioca, algodón, maní, naranjas, la vid, bananas, etc”. Pero luego las colonias comienzan a declinar. Incluso se ha llegado a afirmar (ahora de modo contrariamente exagerado) que "(...) a la luz de los hechos posteriores, debe pensarse que el Ferrocarril jugó en contra de la importancia de la Colonia, dado que una ventaja de ésta era su proximidad a un puerto, en una Provincia donde, históricamente el gran problema de los productores han sido las vías de comunicación”. Es probable que el ramal a Goya no haya sido demasiado fructífero, simplemente, y no contrario al progreso de la colonia.