sábado, 14 de mayo de 2016

Goya – Km. 930 – Km. 885 – Esquina (135 km)



Es una noche calma. 
Me veo a mí mismo en un amplio despacho de la Prefectura de Goya. En una pared cuelga un enorme panel pintado a mano con toda la jurisdicción: un conjunto de islas, brazos de río, arroyos y más islas... Me parece un verdadero laberinto... Me pregunto en silencio cómo vamos a orientarnos en semejante berenjenal.
El oficial de Prefectura comienza a dictarme instrucciones, y mientras anotó memorizaba el nombre: “Arroyo Guarapo”. También trato de grabarme aquellos lugares por donde debemos virar para no perdernos en las islas.    
·         
Estábamos intentando desandar los 135 kilómetros de agua que separan a Goya de Esquina. Conforme fueron pasando los días y las noches empezamos a darnos cuenta que una gran tormenta era inevitable.
Los días eran extremadamente calurosos. Nimbos pesados y oscuros iban poblando el cielo día tras día pero nunca terminaban de conjurar contra nosotros. El sol nos generaba un especial padecimiento y en las noches (cuando yo me resignaba a no dormir temeroso de un gran vendaval sobre nuestro campamento) en el horizonte veíamos rayos y refucilos anaranjados que a las pocas horas sucumbían en la espesa oscuridad.

Por consejo de Prefectura habíamos acampado en el norte de una isla frente a la baliza del Km. 930. En esa zona -en que el canal cambia abruptamente de curso- vive un puestero apodado "el Chapulín", pero lo cierto es que no dimos con él y decidimos establecernos en un pastizal cercano a la orilla.
Nuestras carpas estaban elevadas del nivel del agua, pero absolutamente desguarnecidas ante una eventual borrasca, que como se verá, me obsesionaba. Las tendimos rápidamente, prendimos una pequeña fogata, y al caer el sol una horda descomunal de mosquitos se hizo presente -casi por única vez en el viaje- y nos obligó a  escondernos tempranamente.


Padeciendo aquella madrugada pegajosa y quieta contemplé a la luna vieja, grande y anaranjada remontar el Paraná. Luna que empezaba a perder fuerza y presencia, y que según lo que venía pensando, era factible que pronto no pudiera contener más a las ansias de tempestad que el cielo quería descarga sin piedad en esa zona del litoral.
"Se cree que la luna llena retrasa la formación de las tormentas", nos había  dicho Pablo en Goya. Y por lo que veníamos observando, esto se daba plenamente. También me habían dicho lo mismo en Orán hace unos 15 años y recuerdo que en esa ocasión no se aplicó el principio y aquella ciudad salteña padeció un temporal atroz que inundó buena parte de sus barrios.
Según parece, la influencia de la luna en los estados atmosféricos es bastante débil en relación a que ejercen otros factores. Pero me aferré a esta creencia.



Dejamos el km. 930 en una mañana húmeda y calurosa como pocas.  Intentamos mantener el ritmo con la esperanza de llegar a Esquina en las últimas horas del día, pero la tarea no iba a ser sencilla. A nuestros flancos se iban formando lluvias aisladas y cortinas azules que nos acompañaban con sus truenos. 
El cielo nublado nos daba un gran  alivio, y más aún: era necesario que lloviera en esa atmósfera saturada. 
Bebía de mi botella un mejunje de agua de río potabilizada con lavandina y algo de jugo de lima. Si llovía, también podría beber el agua de la lluvia.
El mediodía nos encontró retomando el brazo principal del Paraná, por el que bajamos algunos kilómetros. Yo iba relojeando la tormenta y se la marqué a Lisandro, que al volverse hacia atrás acotó sencillamente:  “ahh... estamos en la mierda...
Las proas apuntaron hacia a una isla santafecina apenas apartada del canal de navegación. Soplaba un fuerte viento noroeste y desde ese cuadrante se apiñaban nubes azules. A la hora de advertir el fenómeno, la tormenta estaba declarada y tenía un aspecto bastante feroz. Con la tranquilidad de la tierra firme, Milva preparó unos fideos con caldo en su calentador y nos sentamos a descansar. Las ráfagas estremecían el ramaje y las nubes cargadas sobrevolaban rápidamente esa ignota isla frecuentada por carpinchos y cazadores. Curiosamente, no llovió.




Al adentrarnos al río otra vez vimos que la tormenta permanecía en su lugar, anhelante y cada vez más amoratada. El río se había encrespado y todo hacía pensar que el pronóstico inmediato no era bueno. No cabía pensar otra cosa que la suerte ya estaba echada y con Kike decidimos iniciar el cruce a la costa correntina. 
En el medio del canal el río estaba muy bravo y las ráfagas tomaron más fuerza. Remábamos a toda máquina, cuando advertí que Milva no podía gobernar su kayak, perjudicada por el oleaje y el escaso lastre de su bote, por lo que con Kike comenzamos a ayudarla aparejando los kayaks y dirigiendo la proa hacia una playa todavía bastante lejana pero distinguible. El viento y el oleaje que protegía la playa hicieron de toda esta maniobra una pequeña hazaña dentro del viaje. Estuvimos en peligro. Otra vez.
Exhausto me quité el neoprene y miré el río que allí era descomunal. Cayeron dos rayos brutales. Y Lisandro pasó a mi lado escupiendo improperios y mostrando un gran fastidio.

 

El Capitán Nelson

El impresionante porte del Don Kasbergen empujando 16 barcazas, rumbo a Paraguay

La tarde se hizo benigna y nos encontró tomando mate en el Km. 885, a 300 metros de nuestro campamento original, en el puesto de Juan y Francisca.


Nuestro primer encuentro con el Don Kasbergen, en el km. 1123 del Río Paraná






Allí Kike me informó, mientras distraídamente miraba a las cabras correteando al corral, que el Don Kasbergen venía de subida y había ingresado al sistema de Esquina. Una hora después, el remolcador con sus barcazas empezó a pasar frente a nuestros botes -que descansaban en la orilla- y desde el puente de mando nos saludaron con un sonoro bocinazo.
Kike y yo, vistos desde el puente de mando del Capitán Tarapow


Nos acercamos a la costa, el capitán salió a saludarnos desde la cabina, y nos  fotografiamos mutuamente, nosotros desde la costa y el capitán desde el puente. Con su modulada y amable voz el capitán del Don Kasbergen nos radió otra vez, alegre de vernos nuevamente. Se ofreció a contactar a nuestras familias y nos puso al corriente de las novedades meteorológicas (marcada merma de presión atmosférica). Casi al despedirse Kike le preguntó su nombre.
-      Mi nombre es Guillermo Tarapow, soy el capitán Guillermo Nelson Tarapow.
Me llamó la atención que repitiera su nombre completo. Después entendí.
-      Kike -dije sorprendido al escuchar la conversación- es el Capitán del Irizar![1]
Mantuvimos así una prolongada charla con Tarapow mientras a toda potencia el Don Kasbergen vencía lentamente la corriente. El buque comenzó a iluminarse en el anochecer y la mole de barcazas oscuras que avanzaban casi 200 metros más adelante mezcladas con la oscuridad eran solo advertidas por un pequeña baliza.
Tarapow proviene de una familia de estirpe marinera. Sus nombres provienen de sus máximos referente marinos, el Almirante Guillermo (William) Brown[2] y el Almirante Horatio Nelson[3]. Actualmente el Don Kasbergen realiza el tráfico Asunción - San Nicolás trasladando mineral de hierro proveniente de Bolivia hacia las terminales de las siderúrgicas argentinas.

Los puesteros del km. 885



El viento que había soplado con asombrosa intensidad, desapareció. También ese cielo amoratado se degradó a gris y un leve resplandor entró casi paralelo a la superficie del Paraná. Lisandro dormía en una carpa escondida entre los matorrales, Kike y yo intentábamos pescar mojarras en la playa, y Milva... Milva quería hacer algo.
- Cuando cruzamos el río con la tormenta me pareció ver una casa unos 200 o 300 metros aguas abajo, pero no estoy seguro... - le comenté, más preocupado por evitar que me mordiera una mojarra que por la exactitud de lo que estaba informando.                                                              
- Voy a ver... - dijo ella sin mayor explicación.
Se subió a su kayak y mientras se alejaba de la costa nos empezó a insultar, al solo efecto de que Lisandro se despertara y creyera que se había enloquecido. Lo logró, haciendo que su amigo se despertara preocupado, y con Kike le dijimos que volviera a dormir.
Nos parecía bien que Milva fuera a investigar. Sabíamos que -por la razón que fuere- ella conseguía aquello para lo que nosotros naturalmente obtendríamos un “no”: comida, alojamiento, colchones, etc. Y efectivamente, otra vez por su gestión, al poco rato, los cuatro estábamos tomando mate junto a un matrimonio de puesteros en el km. 885: Juan y Francisca. Ellos nos ofrecieron pernoctar allí, así que volvimos a desarmar el campamento original río arriba, cargamos nuestros equipos a los botes, y volvimos al puesto, traídos por la espesura negra de la noche brotada de estrellas intensas. Fueron minutos breves, llenos de silencio y fascinación.
Nos costó bajar desde los kayaks. El río parecía bajo y hubo que subirlos por el albardón en la oscuridad. Caminamos por el pastizal hasta la ranchada en una noche que estaba húmeda y llena de bichitos. Allí nos esperaba un estofado servido en una mesa bajo un enorme ombú.




Cruzamos la mirada mientras comíamos, llenos de regocijo por la inesperada muestra de hospitalidad en ese lugar, que parecía una pintura de Molina Campos.
Juan y Francisca silenciosamente llevaban sus colchones para que nos pudiéramos recostar en ellos.
El matrimonio vive en este lugar perdido en el Paraná teniendo a su cargo el ganado de una empresa. Cuidan diariamente a vacas, ovejas y cabras, con ayuda de su pequeño hijo y un sobrino, quienes ya han heredado las mañas.

Recuerdo que en Misiones, hace muchos años, se presentó un dilema en la chacra de mi amigo Martín Una enorme chancha se había escapado del chiquero y le comía el maíz a Laurí, el vecino. Como escarmiento la chancha fue atada a un poste por el cuidador de la chacra. Ató una de sus patas con un nudo corredizo. Una idea poco feliz.
No duró mucho castigo para la chancha porque de tanto insistir cortó la prearia soga y volvió a las andanzas. Sin embargo, el costo fue una profunda herida en la pata que además se infectó y que con seguridad se iba a agravar. Había que recapturar al animal para poder curarlo, y Martín pensó que yo podría ocuparme del asunto.
El plan era ubicar al animal en la chacra o en la plantación de maíz, y correrla con una antorcha hasta un lugar donde yo pudiera darle alcance y detenerla.
Al atardecer subíamos el sendero mientras ultimábamos los detalles cuando la chancha pasó delante nuestro muy tranquila hacia la chacra, arrastrando la soga de su pata. Seguramente venía de cometer sus tropelías.
Ahora la teníamos a tiro. Así que Martín prendió la antorcha y comenzamos a correr. El animal escapó por detrás de la casa y yo volví sobre mis pasos para esperarla por el otro lado. Se suponía que tenia que atraparla en ese momento. La chancha apareció, enorme, agitada y molesta. El gritó que dio me puso la piel de gallina (por cierto otra frecuente habitante de la chacra, que en este caso no tenia nada que ver).Y supe que no iba a poder hacer nada.
Por esas cosas del destino ella no tuvo mejor idea que meterse a un pequeño porche con barandas de madera, donde solíamos sentarnos a tomar mate. Entonces solo tuve que cerrar la puerta-tranquera, y la chancha quedo encerrada en un insólito corralito, pero como un toro español. Sacando fuego de la nariz.
Me quedé pensando qué hacer, y entonces apareció el cuidador de la chacra, Valentín (el del nudo corredizo). Estampa de hijo de brasileños, mestizo. Camisa raída. Cigarro en la boca. Y su ojo de vidrio.
Dio un salto por encima de la baranda y se enfrentó a la bestia peluda como en un cuadrilátero minúsculo. La tomó de las orejas, empujó su cabeza hacia abajo con violencia y se montó a ella, inclinándose hasta tumbarla, a pesar de los insoportables berreos. Entonces Martín y yo miramos su pata y vimos la herida, que era profunda y estaba agusanada. Le aplicamos curabichera, y entonces Valentín la soltó y la chancha volvió a su vida normal. Se recuperó rápidamente, y no hubo que sacrificarla como pensamos.
        
Nunca deja de asombrarme la gente del campo, a la que a muchas veces se subestima. Y sin embargo tienen un prefundo conocimiento de aquellas cosas que están conectadas con la supervivencia... pobres de nosotros.
Lisandro también parece tener maña campera. Entre mate y mate hace gala de un gran conocimiento, y ante mi sorpresa me cuenta que su familia tiene campos en Santa Fe. Ha tratado desde pequeño con los peones y aprendió de ellos las faenas de campo. 




Juan, que no debe tener más de 30 años, cuenta que es frecuente el cuatrerismo en toda la zona.
-      Se roban tropillas de vacas enteras. – Dice mientras paladea el mate. 
-      Pero, ¿cómo...? ¿Vienen con barcos? – pregunto. 
-      No, no...  Las arrean hasta el río y las hacen cruzar a la isla.
Miro el Paraná, que allí debe tener un ancho de 1000 a 1500 metros.
-      ¿Las vacas nadan hasta allá?
-      Algunas se ahogan... ¿Otro mate?
El sol brilla entre el ombú. Las cabras caminan por los troncos de los corrales y los chicos andan a caballo. Qué hermoso lugar, me apena estar poco tiempo con ellos.
Milva me dice, bajando la voz.
-      ¿Le viste los ojos a Francisca? Está triste... Me gustaría saber por qué.
Y entonces vuelvo a la realidad real. Hay que volver a encarar el río y dejarse llevar por él otra vez.



[1] En 2007 el rompehielos ARA Almirante Irizar, una de las embarcaciones  emblemáticas de la Armada, por ser la encargada de realizar las Campañas Antárticas año tras año, padeció un incendio devastador en su sala de máquinas y el buque desprovisto de potencia quedó al garete en el Atlántico. El Capitán Tarapow ordenó la evacuación total del buque con su sola excepción, y luego de varios dias de incendio, el Irizar resistió y arribó a la Base Naval de Puerto Belgrano. Las averías del buque aún no se han subsanado, y el capitán silenciosamente dejó la Armada. Para muchos un héroe que contribuyó a salvar el buque, para otros un romántico que desobedeció una orden de la superioridad. Lo cierto es que aquello se vivió como una gesta y algunos ciudadanos de a pie (entre los que me incluyo) no hubiesen podido digerir la pérdida de otro emblema patriótico en circunstancias tan aciagas.
[2] Guillermo (William) Brown (1777-1857). Almirante irlandés, nacionalizado argentino, considerado padre de la Armada Argentina.  
[3] Horatio Nelson (1758-1805). Almirante de la Real Armada Británica, uno de los máximos héroes militares del Imperio Británico, vencedor de la histórica batalla de Trafalgar, donde murió. 

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