sábado, 9 de abril de 2016

El Incidente de Yahapé

Camping de pescadores de Yahapé. Corrientes. 

En 2009, y después de muchos años de tenerlo postergado, decidimos con Laura llevar a cabo un viaje por la Patagonia, Chile, Perú y Bolivia. El viaje se vio truncado en Macchu Pichu cuando las lluvias y el desborde del río Urubamba inundaron la región, destruyeron caminos, vías férreas, ocasionaron trágicas muertes y aislaron al pueblo de Aguas Calientes -en la base de Macchu Pichu- durante cinco largos días. Finalmente fuimos rescatados por la Fuerza Aérea de Perú, quien nos sacó a todos de allí a bordo de helicópteros de transporte de tropas, y luego por la Fuerza Aérea de la Argentina, que nos trasladó de Cusco a Lima a bordo de un imponente Hércules C-130.
El comentario viene a cuento de que cuando los viajes en los que participo tienen dificultades, éstas se presentan a lo grande. Sin excepción.

Era de noche y un tenue resplandor nos iluminaba los pies sumergidos. En la arena se veían manchas negras: eran rayas. Enrique caminaba como si tratara de esquivar minas antipersonales, y yo me valía del remo, tanteando en la arena, para que los simpáticos animalitos no nos atacaran. Así, en esa penosa situación, llegamos a la playa.

Itá Ibaté – Yahapé (35 km)

       Por la particular fisonomía de Itá baté, la Prefectura Naval de esa ciudad está desdoblada: tiene un edificio principal sobre la barranca y un apostadero de vigilancia en la playa. 
A este último habíamos confiado los botes y allí estábamos esperando que el sol furibundo mermara aunque sea un poco.  Milva retozaba bajo la sombra de un sauce. Yo tenía tanto calor que corrí sobre el arena ardiente para sumergirme en el agua fresca junto a las lanchas patrulleras que estaban atracadas en la orilla.
Pasadas las 15 decidimos zarpar, confiando que pacíficamente y de cara al sol las fuerzas favorables del río nos acompañaran en la acuática peregrinación. La racha de tardes extraordinarias que nos iba obsequiando ríos de calma absoluta era una razón para aflojarle a la pala y a disfrutar del viaje en sí. 
En esa placidez navegamos en parejas. Lisandro y yo adelante, y Milva y Enrique, que al poco rato eran dos puntos lejanísimos. Íbamos muy lento, pero el río corría con fuerza. Y como yo sentía al remar el trajín del día anterior, pensaba que no era un día para apurarse. 




 Esa tarde la expedición recorrió sitios llamativos como islas solitarias y semi salvajes e interminables arenales dorados. Me recuerdo caminando casi doscientos metros desde el centro del río hacia una isla, con el agua a las rodillas y deslizando mi bote como el nene que lleva a su autito tirado de un piolín. Horas después nuestra integridad dependería enteramente de esos juguetes tan queridos.    

Propuse hacer campamento en las islas sabiendo aún que aquella no era una buena idea... Veníamos de diez de travesía donde habíamos apostado a la seguridad y a minimizar los riesgos. Salvo alguna mala decisión habíamos sido consecuentes y aceptábamos los sacrificios implicados. Por ejemplo, todos los días me acordaba que al partir desde Misiones la expedición podría haber cruzado sin esfuerzo hacia la costa paraguaya y llegar remando hacia el Salto Ñacunday, una cascada impactante a poca distancia del Paraná. Y no lo hicimos para acatar con fidelidad las recomendaciones de la prefectura.  

              Retomamos nuestra remada y el atardecer se hizo aún más intimo. Conforme el sol fue evolucionando hacia su apagón final el poniente adquirió ribetes de belleza alucinatoria y se desparramó sobre las anchuras crecientes del Paraná. Esa soledad de espejo nos encontró remando en una curiosa semipenumbra violácea, y empecé a comprender que el silencio que acompañaba nuestra remada conllevaba algo de nerviosismo y denotaba el error de cálculo que se había hecho ya evidente: estábamos lejos de Yahapé y nos atraparía la noche. 

              Sorpresivamente, sin progresión de ninguna especie, arreció un fuerte viento Norte que hizo que el río "se picara" abatiéndolo contra nosotros por banda. El Paraná se había despertado de golpe y se lo veía muy descontrolado, por lo que por prudencia nos apegamos a la costa. Remar se hizo incómodo y de pronto todos nuestros sentidos estaban aplicados a tratar de salir airosos de la situación. Se me ocurrió pensar en ese momento que tal vez habiendo tenido un barómetro a bordo nos hubiésemos anticipado aunque bien poco podríamos haber hecho.

Me distancié del grupo para encontrar algún claro en la costa ya que la combinación de la penumbra con la condición del río se iba a poner peligrosa. En eso, Kike me llamó por la radio pidiéndome que regresara. Viré y enfrenté la corriente turbulenta. El bote se sacudió un poco y saltó las olas de coté. Alcancé después una inestable zona de correderas donde el kayak amarillo de Milva flotaba con su panza hacia el cielo atascado en las ramas de un árbol semihundido. A su lado, asida a las ramas, Milva se resistía a ser arrastrada por la correntada esperando con toda la calma posible. Y Lisandro desde su bote vigilaba la situación.

Remé hacia la orilla, llena de palos y troncos. A bordo de su kayak Kike hablaba por radio, seguramente con la Prefectura. Amarré mi bote. Milva estaba tomada de la copa de un árbol tumbado sobre el agua que debería tener unos 15 metros. Debía subirme, hacer equilibro por el tronco, traspasar otro conjunto de ramas y llegar al final para arrojarle una soga. Pero la idea no fue buena. Resbalé desde el tronco, caí y me di un golpe en las costillas. Quedé flotando en una fosa de agua y ramas y mientras intentaba salir de allí, Kike se zambulló desde la orilla con un cuchillo en la mano. Entonces lo seguí, esperando que el momento no le terminara de hacer una mala jugada a nadie.
  
         El agua tibia nos fue arrastrando hasta la posición de Milva. Cuando llegué al árbol Kike había consumado el salvamento y traía a Milva que -yo no sabia- se había enredado en el cabo del bote. 
          
         Con agua al cuello y la respiración agitada remolcamos a nado el kayak de Milva que había embarcado muchísima agua y estaba hundiéndose y todos pudimos alcanzar la orilla nuevamente.
          
          Fue un gran alivio. En tierra firme Milva -feliz y superando el mal trago- descargó su kayak y nos explicó que, arrastrada por la fuerte correntada y teniendo muy cerca el bote de Lisandro, no había llegado a maniobrar rápidamente y su bote chocó con el ramaje emergente del árbol hundido. Cuando intentó retroceder para salir la fuerte correntada hizo su trabajo y dio vuelta de campana. 

    - ¿Dónde está Silberstein? - Pregunté. Lisandro había desaparecido y comenzamos a gritar. Y en un momento escuchamos la respuesta lejana de Lisandro que evidentemente estaba río abajo escondido en algún lugar.

El viento bamboleaba furiosamente las copas de los árboles y así se hizo de noche. La lejanísima costa de Paraguay aún se reconocía por una enigmática y solitaria luz. En definitiva, los cuatro botes y los cuatro expedicionarios estábamos a salvo y teníamos que darnos por bien recompensados.

Si Prefectura no respondía a nuestro aviso acamparíamos en ese ignoto lugar. Saqué el machete del bote y comencé a limpiar algo de maleza cuando entre el silbido del nos pareció percibir el rumor de una lancha. 

En un rapto del escaso ingenio que yo había tenido durante esa jornada le recordé a Kike que era el momento de usar las bengalas. Así que mi compañero prendió una, e inmediatamente un humo denso e infernal tornasoló de rojo a todos los árboles de la ribera, que se batían por el ventarrón. Fue alucinante.

Inmediatamente el reflector de la patrullera se dirigió a nosotros y comenzó a poner proa hacia donde estábamos. Cuando a pesar de la oscuridad pudimos divisar a sus tripulantes, uno de ellos me hizo un ademán para que me corriera de donde estaba. A toda potencia, la lancha se montó brutalmente a la costa, atropellando troncos, ramas y demás obstáculos y medio cuerpo de la embarcación quedo fuera del agua.

Como comandos, saltaron a tierra dos oficiales vestidos de fajina. Luego de corroborar que estábamos bien nos indicaron que subiéramos los botes a la propia lancha patrullera. Dos kayaks quedaron atravesados sobre la proa de la lancha, y los otros dos quedaron acomodados en las bandas. Tomamos asiento. Lisandro -el último en subir, ya que estaba esperándonos escondido cien metros río abajo- pidió seguir remando (no lo dijo, pero yo sabía que toda esta situación le parecía deshonrosa). Me di cuenta de la extraña mezcla de sensaciones que me embargaba, predominando la de vulnerabilidad y la de preocupación. Temía que Prefectura no nos permitiera seguir navegando.
    
    A pesar del río encrespado y el viento, la lancha navegó suavemente bajo la luna y nos llevó 6 kilómetros río abajo hasta el campamento de pesca de Yahapé.


     Armamos las carpas y descargamos los botes. Milva trajo empanadas calientes, y mientras cenábamos bajo los árboles dimos inicio a lo que llamé una “reunión de consorcio”. Durante las ásperas discusiones -en las que no pude moderar mi vehemencia- el viento rotó y empezamos a ver relámpagos por el Sur.

2 comentarios:

  1. Emocionante relato! propio de un avezado escritor! y que cagazo!!!!

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    1. Me siento honrado por sus palabras. Sí, fue uno de los momentos más bravos del viaje. Pero no el único....

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