sábado, 2 de abril de 2016

6 de enero: Ituzaingó – Itá Ibaté (78 km.)


Las lechucitas de las vizcacheras montaban guardia en las primeras luces del alba en el campo. Eran cinco y cuarto de la mañana y lentamente empecé el desarme de nuestro campamento con la misma inquietud del día anterior. Esta nueva etapa de la travesía no solo sería la más larga hasta el momento, sino que además... completamente distinta.
Según los mapas y los datos de que disponía, tendríamos que recorrer unos 75 kilómetros hasta Itá Ibaté por un nuevo Río Paraná,  ahora más irregular, más ancho y más misterioso por causa de sus numerosos riachos desmembrados e islas salvajes. Otro dato a tener en cuenta era la ausencia de poblaciones y el hecho de que la Prefectura de esta jurisdicción no nos acompañaría con sus botes. 
Terminados los preparativos, largos y tediosos, a las 7 de la mañana abordamos y zarpamos desde las extensas playas de Ituzaingó, abandonando sus aguas transparentes y templadas y al apretado puerto de la localidad.
Contemplé. Ya no existían esas altas barrancas propias de Misiones, con despojos de selva y manchadas de casas, sino costas arboladas y deshabitadas. Sin embargo podía escuchar perfectamente a alguien serruchando madera y eso me llamó la atención. El “serrucho” era en realidad –y me di cuenta unas dos horas después- el bramido de los monos carayá, escondidos en la vegetación. Entonces nos acercamos a la costa para escuchar sobrecogidos ese tremendo coro de voces guturales en el medio de la quietud del monte paraguayo.
Mientras los botes gareteaban y nos refrescábamos el agua transparente nos hablaba de fondos, bancos de arena y peces vagabundos.

A las 11 de la mañana volvimos a cruza otra vez el río atracando sobre una enorme duna de arena blanca, al pie de una corredera de piedras y agua transparente donde pudimos nadar y refrescarnos. De allí en más desandamos islitas y brazos falsos. El fondo del río intercalaba profundidades azules e insondables y bancos de arena extensísimos con veriles cortados a pique.
Pasado el mediodía buscamos dificultosamente un claro de costa, escondido bajo los árboles, y allí almorzamos ávidamente. Nuestra voces eran arrasadas por el estremecedor canto de millones de chicharras. Algo que jamás había escuchado y me erizaba la piel. 


Acercándonos a Itá Ibaté

 La segunda parte del derrotero era guiado por la misma premisa: acortar la distancia que nos separaba de Itá Ibaté apuntando a los islotes solitarios que amojonaban el desierto de agua. El río, bajo el sol pesado, adquirió el aspecto de un infinito espejo de tinte verdoso, y mirando el horizonte parecía difícil creer que llegaríamos a algún lado.  

Nubarrones grandes y chaparrones lejanos empezaron a copar la escena a nuestras espaldas. Allá, al Este, divisamos un frente de tormenta que temí que nos alcanzaría,  y debajo de él un particular arco iris. La inestabilidad reinante hizo que la tormenta se disolviera misteriosamente, llegándonos en cambio el aliento de un ventarrón de cola, que se llevó el calor, las nubes, la humedad, y que afortunadamente nos empezó a impulsar ola sobre ola.


Me acuerdo que en los Cuarenta Bramadores[1] (la crónica de su célebre viaje alrededor del globo) Vito Dumas contaba que tras la durísima navegación al Sur del Golfo de Agulhas (Sudáfrica), decidió salirse de la Latitud Cuarenta para buscar aguas más calmas. Y encontró aguas tan calmas en el Océano Indico que pensó que nunca saldría de ellas. Cuando el viento volvió a soplar y volvió a la tempestuosa ruta que navegaba originalmente, se sintió vivo de vuelta.  En nuestro caso, la comparación queda demasiado grande, pero la satisfacción debió ser similar, porque nuestra singladura cobró otro brío y la atmósfera vaporosa se disipó en la brisa.

Hacia el atardecer, la Prefectura comenzó a contactarnos y pedir nuestra posición. El esfuerzo de la remada se hacía notar, y buscábamos alicientes para compensarlo: a las 17 horas divisamos algunas lanchas de pescadores (de algún sitio deberían venir, dificilmente fueran espejismos o brotaran del fondo del río), y más tarde en el horizonte avistamos torres de alta tensión. Inequívocamene nos aproximabamos a la civilización.  
De pronto, escuchamos una conversación por la radio, esta vez entre dos oficiales de Prefectura Naval.  
    -    ¿Viste a los kayaks? Tendrían que estar llegando ya.
    -     Estoy esperando acá en Isla Bolita, pero no veo nada. Me parece que esta gente está totalmente desorientada, che.
El término “desorientada” se pronunció enfatizando litoraleñamente el “tá”, lo que me hizo sonreír y preocupar al mismo tiempo. Es verdad  que tenían razones para desconfiar los oficiales de Prefectura: el Paraná en esa zona es hermoso pero puro vericueto de islas, de bancos de arena y zonas con curiosos nombres: la Isla del Tigre, el Riachito, la Isla Bolita, la Cancha de las Melillas, Punta Gallino, las piedras del Tobogán, etc. 
Sabíamos que estábamos cerca y vimos inconfundibles las paredes de Ita Ibaté cortadas a pique, coronadas por árboles frondosos y a sus pies, playas blancas y escuetas. 
Itá Ibaté está levantada sobre riscos y tierra de color anaranjado. El río la abraza por la cintura y se pone trémulo girando entre sus rocas y correderas semihundidas. Hay también una fortificación de árboles inmensos que domina el panorama de riachos e islitas del Este y del poderoso y calmo brazo del Paraná que discurre hacia las latitudes paraguayas. Si Itá Ibaté tuviera ojos seguramente nos estaría mirando desde ese lugar mientras se guarda entre sus frondas el dulce sol de cada atardece proyectando a cambio largas sombras sobre los riachos mansos y los bajíos arenosos por los que venimos dando las últimas remadas del día.  
Nuestros últimos kilómetros de recorrido es por un laberinto de islas de selva y arenales que duermen en el agua a pocos centímetros de las quillas, y que es una ensoñación a la medida de un niño. El cuerpo del hombre que soy y que tiene la labor del remo va ignorando todo eso en el esfuerzo de reunir las últimas energías para llegar a la meta.
Viramos finalmente por los paredones entrando al brazo mayor del Paraná y remamos hasta el apostadero de Prefectura, donde estaban amarradas sus patrullas. La felicidad de llegar fue incomparable.
Desde el muelle, al lado de la patrullera amarrada, contemplé el horizonte rosado lleno de poesía y esperando la brisa todavía cálida que se iba a su imposible encuentro y que hacía flamear nuestra bandera. El río seguía viajando recto e imperturbable.



Decir que estábamos cansados es poco menos que una obviedad. Aquello era tan patente como la satisfacción de haber superado la etapa más larga del viaje:  80 km y 12 horas en el río.





[1] VITO DUMAS. Los Cuarenta Bramadores. La vuelta al Mundo por la “ruta imposible”

No hay comentarios:

Publicar un comentario