sábado, 16 de abril de 2016

Hacia el Paso. Notas sobre el Capitán Kike


          Tras el desayuno en el destacamento de Puerto Corazón, llevamos nuestros bártulos barranca abajo por la escalinata, y entonces me puse a pensar que Puerto Corazón era un buen lugar para acampar un día más. Sin embargo eso era tan cierto como que los plazos de llegada ya tallaban decididamente en el plan de navegación. Y aparte el día se presentaba para ser aprovechado.
En definitiva, con el fulgor del sol pleno y la alta temperatura, abandonamos el reparo de Puerto Corazón y nos hacemos río abajo. La navegación es tranquila aunque pasamos por zonas con afloraciones de piedra y remansos, y donde los islotes y bancos aparecen y desaparecen según los humores estacionales del río, generándose numerosas correderas y remolinos. En un sitio conocido como Isla Limonada vemos por primera vez en muchos días a una silenciosa tropilla de monos carayá entre el ramaje, que nos observan sorprendidos.

Mono carayá. Isla Limonada, Corrientes.


A la vista, en todo momento, tenemos la cúpula de la Basílica de Itatí, y tras unas horas, nos paseamos frente a sus playas para atracar en la costanera de la ciudad.
El desembarco es complejo, porque la costanera es una muralla de adoquines que defiende muy bien la costa.  
Almorzamos en una parrilla a dos cuadras del río. Tengo tanto sueño que casi no puedo probar bocado. Mis compañeros me sugieren buscar un lugar para tirarme a dormir y después de caminar solo unas cuadras me desplomo en la plaza central de Itatí, frente a la imponente basílica. Había dormido 4 horas entre las últimas dos noches. 
Las hormigas picotean mi cuerpo bajo el sol. Sobre las veredas y en el asfalto la muchedumbre que peregrina cotidianamente a esta meca religiosa ronda la feria comercial contradiciendo la vieja y muy remanida tradición de la siesta litoraleña.
Milva y Enrique me despiertan e iniciamos el camino hacia el río donde nuestros botes nos esperaban amarrados y obedientes junto a las patrullas de frontera de la prefectura.


Los botes amarrados en las costas de Itatí, Corrientes. 
Con cansancio generalizado un intenso sol posado en la nariz, remamos uno de los más bellos atardeceres de viaje hasta las costas “del Paso”. Pasamos frente a sus playas inundadas de visitantes y atracamos en el apostadero de la Prefectura Naval.

          En Paso de la Patria -ciudad totémica de la Pesca Argentina y populoso balneario- el destacamento de la Prefectura Naval es uno de los más importantes del litoral. Aquí hay apostados 103 hombres dedicados especialmente a combatir el tránsito de droga y contrabando.

Cuatro oficiales nos esperan en la playa, y nos hacen sentir que somos gente importante. Luego vaciamos los botes porque acá nos vamos a quedar unos días. Sin dudas.

El Capitán Kike


-                  ¿Qué es eso Enrique?
Esa fue la simple pregunta que le formuló el profesor de Educación Física a Enrique, quien sumido en un estado de concentración total y con un palito estaba hurgando los restos de un insecto a orillas de un arroyo
- Es una ninfa real. Pero está muerta. - Dijo Enrique.
- No, no está muerta, se está moviendo – Observó el profesor.
- Sí, sí, se está moviendo. Pero eso se debe a que no tiene un sistema nervioso muy desarrollado. Por eso se mueve.
Eso sucedió en Tanti, Provincia de Córdoba, cuando teníamos 11 años. El profesor se llamaba Eduardo Pesci, y había compartido la anécdota con el resto de los maestros esa misma noche, en el marco de un viaje de estudios de la escuela primaria.
Ese viaje tuvo otra anécdota. Como parte de los juegos programados cada uno de los alumnos debía inventarse un disfraz y desfilar para un concurso. Yo no tuve mejor idea que disfrazarme de cura (estamos hablando de un colegio católico) lo que fue festejado por mis compañeros (venían a confesarse, simulábamos misa en tono satírico, etc.) pero generó una notoria incomodidad en todos los directivos. 
Enrique llamaba la atención por ser distinto y lo molestaban. Y yo llamaba la atención para molestar y ser distinto.
Debería empezar diciendo que las particularidades de Enrique son notables casi desde lo genético. Es un gigante bonachón, producto de una mezcla de un linaje prusiano y uno árabe. Es hijo de un Albatros de la Prefectura Naval, de quien en la más tierna infancia incorporó terminología y hábitos militares, manejo de computadoras, equipos de radiotransmisión y armas. Era entonces imposible que por esas y otras razones no nos llamara la atención a compañeros y amigos y que se convirtiera en fácil victima de hostigamientos. Kike era el mejor ejemplo de que el distinto incomoda a los demás y genera reacciones negativas. Un mecanismo automático ante el temor de lo que no se quiere o no se puede comprender.
Y la verdad es que 22 años después, por momentos, sigo intentando entenderlo.
No sólo coincidimos en la escuela. En 1992 también éramos compañeros en un equipo de básquet en el Club San Fernando. Integrábamos la división denominada Mini “B” (los Mini “A” eran “los buenos” y por ende nosotros éramos la resaca). 
En aquel entonces fuimos visitados por un equipo de básquet de Uruguay. La delegación de pequeños charrúas se alojó en nuestro club con la intención de jugar varios amistosos, y así se organizaron dos partidos: el primero fue club versus club y luego se jugó un jam o “mezcladito”. 
En aquel primer partido se vio que las diferencias eran muy notorias a nuestro favor -no era lo habitual- pero dado el carácter amistoso del partido se había decidido jugar sin tanteador. 
Claro, no contaban con que estaba Enrique.
Él se había dedicado a llevar el tanteador mentalmente desde el primer momento del partido, no sólo mientras estaba en el banco de suplentes, sino que lo continuó haciendo mientras le tocó jugar. Nadie lo sabía, hasta que en un momento me dijo: “vamos 88 a 30” o algo así, comprometiéndonos a darnos el correspondiente aviso cuando alcanzáramos los 100 puntos (es muy poco frecuente que se alcance esa cifra en un partido de divisiones menores, a menos que las diferencias sean exageradas).
El festejó detonó cuando Enrique nos dijo que habíamos alcanzado esa mágica cifra. Todo para indignación de nuestro entrenador quien a pesar de ser muy querido no se ahorraba en palabrotas y métodos de enseñanza reñidos con la didáctica deportiva: 

“Enrique, sos un cabeza de tortuga. En el vestuario vamos a hablar”.



         
Una hora después de lo que llamé el Incidente de Yahapé, Milva tomó valientemente la iniciativa de dar inicio a la “reunión de consorcio” que yo había anticipado que tendríamos. Y cuando me tocó el turno de hablar no dudé en criticar bastante desaforadamente a mi camarada. Al terminar mi alocución esperaba que Enrique me tomara del cogote o que me escupiera, pero él no emitió sonido. Virtud y defecto.
Venía bastante irritado por la actitud de Enrique de plantear una doble capitanía de la expedición sin en realidad hacerlo. No nos poníamos de acuerdo en cuanto a rutas, tiempos y necesidad de mejorar la comunicación. Porque Enrique tenía los dones pero no las iniciativas. Y yo sentía que socavaba pero no termina de ejercer el liderazgo. Y esa actitud, complementada con otra pusilánime de mi parte (dicese: advertir el conflicto pero no ponerlo arriba de la mesa), derivó en aquel episodio que pudo costar la vida de alguno de nosotros, empezando por Milva.
Lisandro, al recordar el episodio de las discusiones, me dijo un par de días después:
 “Chabón, sos un jetón... así te vas a quedar sin amigos”. 
Por suerte Enrique es muy amigo de sus amigos y, aunque muy molesto con mi actitud, declinó hacer una escalada verbal y todos decidimos sensatamente que dirigiera la navegación, dado que sabía manejar e interpretar perfectamente al GPS.
No puedo dejar de recordar todo lo mucho que Enrique ayudó a Milva en los primeros días de navegación. Lisandro por su parte había encontrado casi de manera inesperada a un personaje muy pintoresco de esos que él procuraba para inspirar sus creaciones literarias. 
Al tercer día de navegación, mientras cenábamos, Enrique nos contó el episodio del fallido lanzamiento de un cohete diseñado por él y un compañero de la carrera de Ingeniería. El aparato, alimentado de un combustible especial, impactó contra la casa de su propia madre casi destruyendo una pared y generando una conmoción en los tranquilos bajofondos de Tigre. Tembló la tierra y Marco -su compañero- y él, quedaron aturdidos varios minutos.
Lisandro escuchaba azorado y festivo: "¡Sos muy groooso Kike....!" 

Su admiración crecía día a día y poco después alcanzó ribetes de un bizarro e intencional delirio místico: "Kike, vos sos mi DIOS". E inmediatamente empezó a llamarlo sin prurito alguno Dios Kike
Desde entonces, nuestro compañero rosarino y Milva en ocasiones, anotaban mentalmente el despliegue de palabras oriundas de la "jerga Kike": maniobra, operativo, estimativa, y los aplicaban para matizar las largas horas de remada.  



Con las semanas afloró en Enrique un inédito carácter salvajemente competitivo, matizado por sus modos bonachones y compradores. Esto generó mucha rispidez conmigo (ya que no le iba en zaga), aunque nos fuimos conociendo más en nuestros aspectos positivos y en los que nos irritaban supimos negociar bastante bien. Mientras yo le enrostraba su falta de comunicación, él me señalaba mi tendencia al prejuicio. Y hacíamos una especie de paz.
Sabía que en definitiva mi compañero principal en la aventura era él y no podía dejarme llevar por mis emociones y rayes, y todas las críticas que en su momento le hice fueron tan ciertas como su aporte moral para las situaciones comprometidas o difíciles que me tocó atravesar.  
 



[1] https://www.facebook.com/desdeelparamotor

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