El Incidente de Yahapé nos legó amargas
sensaciones, entre otras una notoria inseguridad para volver a adentrarnos al
río. En definitiva la expedición y cada uno de nosotros había estado en riesgo
y la huella era un rosario de dudas. Pero a la
vez esta peripecia nos obligaba reorganizar las pautas con las cuales encararíamos la navegación: las
improvisaciones serían reducidas a cero.
El grupo estaría ahora forzado a navegar unido (una obviedad,
aunque para nosotros en ese momento no lo era tanto) y a un ritmo constante de
remada. Elegimos a Kike como navegante y nos comprometimos a ajustarnos a los
horarios.
En la reunión que realizamos la noche de Yahapé fui muy duro, especialmente con Enrique, quien
permaneció inmutable pero sin dudas tomó nota de mi enojo por las
desaveniencias que ya venían declarándose en el agua en los últimos los días,
referidas a decisiones de navegación, rutas, comunicación de la Prefectura,
etc.
Luego de la discusión y la cena soportamos una noche
espantosa. Una intensa tormenta se abatió sobre todo el norte de Corrientes. El
viento, la lluvia y los truenos me hicieron despertar varias veces. La carpa se
sacudía con violencia y de a ratos “pispeaba” hacia afuera. Desde una oscuridad
profunda se escuchaba el revoltijo de olas del río, y desde el cielo los
relámpagos se sucedían uno tras otro.
Yahapé y Puerto Repezki se han convertido en nuevas mecas de la pesca en Corrientes
Saco mi cabeza de la carpa. Ahora el día estaba nublado y
apacible, algo parecido a nuestro ánimo, sometido a presiones y exigencias
severas por primera vez en el viaje. Un pescador pasa frente al campamento con
un surubí enorme.
Al rato, nos enteramos que el temporal había generados
destrozos en otras zonas de la provincia y arruinado la siempre esperada Fiesta
del Gauchito Gil. Entonces, como dirían los Redonditos de Ricota, no lo soñé.
Durante la mañana nos dedicamos a limpiar los botes y a
esperar el cese del alerta meteorológico, por lo que con Enrique nos dirigimos
hacia el destacamento “Papa Yanki” (PY – Prefectura Yahapé), caminando por
barrosos caminos. En el camping algunas familias de pescadores circunstanciales
se habían interesado en nosotros y en los botes, y nos daban charla.
Aún bajo el atronador sonido de las chicharras, que
erizaba la piel, los cuatro permanecimos taciturnos y en silencio. Preparé el
almuerzo y nos llegó la noticia entonces: se había dispuesto el cese del alerta
y podríamos seguir remando. Encendí mi computadora, y haciendo algunos cálculos
vi factible llegar hacia Puerto Corazón a las 18 horas. Eran 40 km. para
desandar en seis horas.
Playa de Yahapé
Hablamos largamente con Enrique sobre cómo salir de
Yahapé, ya que el río allí forma varios brazos y -como siempre- Prefectura
Naval nos había pedido que no deriváramos hacia el lado paraguayo. Él cargó algunas
coordenadas en el GPS, y yo fui a hablar con algún baqueano para conseguir información adicional.
El encargado del camping –un hombre morocho y de rostro
curtido- estaba parado junto al
monolito del Guacho Gil manteniendo una animada conversación con un lugareño de
rostro y de tez rojiza, con un bigote tupido, un gorro de ala ancha, y un facón
que llevaba a la cintura y que era más largo que mi antebrazo. Entre los dos,
con mucha amabilidad, pero con una manera de hablar muy cerrada, me indicaron
los vericuetos del río, y me dieron
algunas sugerencias.
El encargado -creo que se llamaba Roberto- esa mañana me
había dicho que tenía 80 años.
-
¿Ochenta años? Parece
mucho más joven. – Le dije.
-
¿Sabés cómo uno se
mantiene joven? - Me preguntó. Miró a su alrededor, y en tono confidente,
haciendo una mueca me soltó por lo bajo: - Para mantenerte joven tenés que
estar guainas jóvenes. ¿Me entendés?
Volví a la playa mientras los chicos terminaban el ritual
de siempre: ajustar todos los bártulos sobre cubierta, proveerse de botellas de
agua, y empujar trabajosamente los botes por el arena hasta las aguas bajas.
-
¿Qué averiguaste? – Me
preguntó Enrique.
-
No les entendí nada.
Vamos.
En el río Enrique determinó evitar los riachos costeros
conduciéndonos al norte de las primeras islas y arenales y a la vera del
solitario canal. Aproveché para acercarme a esos enormes bancos de arena donde
habitan comunidades de rayadores y gaviotas y donde las viejas del agua
calientan su sangre en el agua somera. Saqué una gran cantidad de fotos. A la
derecha quedaba la lejana costa del Paraguay, tierra hostil y agreste, que
siempre nos miraba.
Con un río en calma
total, ubicamos al Riacho Repezcki en cuya boca arenosa atracamos para
nuestro primer alto unas dos horas y media después de haber iniciado la
navegación. Es un riacho hermoso y extenso, de aguas de tinte verdoso y muy
calmas. Sus costas están tapizadas de bosques frondosos y salvajes. Sabíamos
que al interior de esas paredes de selva los arroyuelos que la penetraban
terminan en esteros y que desde esas profundidades venía el griterío lejano y atardecido de los monos
carayá.
Pescadores brasileños en inmediaciones de Puerto Corazón
En el último kilómetro del riacho un golpe del remo tira mi luneta de
buceo, que cae desde la cubierta del bote a las profundidades del río. Maldigo.
Nos saluda un grupo de pescadores brasileños un poco pasado de copas desde los
muelles del campamento de Puerto Repezcki y a los pocos minutos nos
reencontramos con el cauce principal del Paraná, que en esa zona forma un abra
inmensa, y realmente hermosa, la cual cruzamos trazando un
rumbo NO de 7 km. hacia una especie de cabo lejano. Apretamos el ritmo esperando que no se repitiera el ventarrón
vespertino de la jornada anterior.
Afortunadamente nada de eso sucede. Estando próximos a las altas
barrancas de umbríos árboles que eran nuestra referencia, y mientras comienzo a
aflojar la marcha, como un regalo salta en el aire espectacularmente una
pareja de bogas.
Arribamos a una pequeña bahía donde una
patrulla de Prefectura indica que, efectivamente, llegamos a destino.
En las alturas de una barranca pronunciadísima se ve el destacamento. En la playa, Kike el Adelantado, ya ha
clavado la bandera de una nueva hazaña.
Camino la playa y veo en una capa ínfima de agua que cubre el arena, miles de
alevinos que nadan junto a nosotros, quienes ni bien bajamos de los botes, quedamos
retozando en la orilla.
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