Tomamos parte de nuestras pertenencias y equipos y
subimos una larga escalera hacia lo alto de la barranca. Allí empezaba el ejido de
Itá Ibaté, hecho de calles de tierra y árboles enormes cubriendo casas
bajas.
En una de ellas nos recibió Diego Chamorro, un corpulento buzo
salvamentista de la Armada Argentina, nativo de allí, y que muy entusiasmado
había aparecido en la playa no bien nos vio bajar de los botes.
Atravesamos el portón y fiel a su carácter pueblerino
aquel lugar nos esperó con patio de tierra y la guardia impertérrita de cuatro
árboles añosos e inmensos. Se preparó un gran asado y se trajo cerveza a la mesa, casi como en la continuidad natural de un ritual de
bienvenida escrito desde hacía ya mucho tiempo.
Estábamos en algún rincón de ese enclave que mira al río como un grumete hecho de selva, de calles mudas y polvorientas, sin alumbrado, y regado de baldíos
musicalizados por el húmedo canto de las ranas y el sobrecogedor bramido de los monos carayá, invisibles entre
los árboles. Me costaba creer que estuvieran allí, compartiendo el pueblo con los
hombres, los perros, los caballos y los autos.
La expedición estaba feliz aunque sumida en un profundo cansancio. Haciendo sobremesa veía los ojos ardidos de Milva y Lisandro. Kike parecía incólume y yo cabeceaba. Me concentré en un último diplomático esfuerzo para no
quedarme dormido a la vista de todos. Pero advertidos de esto, nuestros anfitriones
dispusieron cuatro colchones en el piso de la galería y allí bajo las
estrellas, la brisa y los monos invisibles, dormimos hasta el amanecer.
Instinto
Tan profundo fue el sueño que cuando el calor tempranero
de Corrientes me hizo despertar apenas si tuve una vaga idea de dónde estaba y
el porqué. Sin moverme del colchón recordé que estábamos a siete de enero y me
dieron ganas de dormir otra vez. A mi lado mis compañeros, en principio sin atisbo de vida aparente, comenzaron a moverse como los reptiles cuando el sol les hace bullir la sangre. Y yo, cuando miré los árboles me acordé casi de
inmediato de una chacarera de Peteco Carabajal.
El cielo tiene ventanas / por donde el sol nos despierta,
dejamos la puerta abierta / por la amistad mañanera
Desayunamos en el patio, muy recuperados. Seguía
admirado por la inmensidad de los árboles y sinceramente me hubiese quedado muchos
días en ese lugar, en esa localidad perdida en el norte de corrientes, haciendo
simplemente nada.
Como la mañana estaba llena de brisa y de sol, eso nos incitó a recorrer las barrancas arboladas y las playas con el agua a los tobillos. Satisfechos, apuntamos hacia el pueblo donde nos hicimos de provisiones en los almacenes, conversado animados y bromeando, sin dudas por el hecho de estar mejor descansados y comidos. Pero recuerdo perfectamente que la actitud del grupo era excesivamente relajada y lancé una metáfora futbolera que no hacía otra cosa que ratificar mi antipático rol dentro del equipo.
“Ayer remamos 80 kilómetros y hoy tenemos que hacer sólo
35. A ver si todavía resulta que le ganamos 1-0 a Brasil, y después perdemos
3-1 con Honduras...”
No recuerdo qué registro tuvieron Lisandro, Milva y
Enrique de esas palabras que en honor a la verdad usaba para aguijonearlos en
el convencimiento de que cada día era un desafío distinto, una historia nueva.
Aunque no pensaba a ciencia cierta que aquel día algo malo podría sucedernos.
Tiempo después caí en la cuenta que operó en mí una
especie de sexto sentido. A las 8 de la noche una lancha patrullera de
Prefectura nos estaba auxiliando en un lugar inverosímil y perdido del Paraná
en una situación de emergencia.
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