“Este
buque es un paraíso para el capitán pero un infierno para la tripulación.
Araucano I”
Las barrancas dominan el paso del lento río
enceguecido de sol.
Desde las alturas no sólo se gana perspectiva, también
todo parece suceder más despacio. Los convoys de barcazas despiden reflejos
metálicos y avanzan como babosas que van venciendo en su pulseada al río.
El Araucano, amarrado en las playas de Bella Vista
Abajo, el Araucano I, amarrado a un pontón, flota
sobre un colchón de agua calma y clara. En la timonera alguien toma los
binoculares y observa la lejanía del Paraná como queriendo llegar en un repaso
a la costa santafecina. A pesar del día soleado algún chubasco anda errando en
el cielo. Se nota por esa característica apariencia de telón gris plomizo.
En
la lejanía unos puntos negros se hacen visibles. El capitán espera. Cruje el
piso del yate al acomodarse en la banqueta. Cuatro remeros… Son cuatro remeros
que se atrevieron, así como si nada, a aparecer en el río.
En tanto, unos cien metros río arriba, en el edificio de
Prefectura, se recibe la novedad por radio y el oficial de guardia consulta el
requerimiento de amarre efectuado.
- Deciles que amarren al lado de golcharly, no hay problema... - Contestan desde un escritorio.
- Sí, Capi –modula el operador-. Puede fondear en el
muelle, junto al guardacosta, ahí tiene buen calado...
Sin embargo, 40 minutos después desde los vidrios del
destacamento los oficiales ven pasar cuatro kayakistas que se dirigen a la playa.
Desde el Araucano, también.
Tras una prudente espera el capitán del Araucano desata una pequeña
canoa y con breves paladas, atraca en la playa donde los cuatro remeros simplemente
han quedado tumbados al sol más quietos que un lagarto. Parlamenta con la joven mujer -la más dispuesta a
conversar- mientras un muchacho rubio de barba desprolija y pelo batido observa
la llamativa mano del hombre, que carece de algunas falanges. El capitán les
ofrece amarrar sus botes junto al barco, y los invita a cenar en él. Tras algunos titubeos, ellos aceptan.
A la noche los visitantes bajan por la planchada que
conduce al pontón. Observan sus botes coloridos amarrados juntos y se nota que
eso les confiere una particular felicidad. Deben querer mucho a esas pequeñas
embarcaciones con las que estaban llevando a cabo su pequeña gran proeza.
El Capitán Karlen
Chita Karlen se luce fritando dorado
“Me pusieron Chita porque fue la
primera palabra que dije cuando era bebé”, nos dice nuestro anfitrión mientras miro un álbum de
fotos que me prestó para curiosear. Me detengo en una foto donde se ve a Chita sentado a la
mesa compartiendo un asado. El rostro de un comensal me resulta inconfundible.
- Perdón, ¿éste es Landriscina?
- A ver... sí. – dice Chita – Vino hace unos años a filmar una
publicidad de dulce de membrillo. Cuando llegó le ofrecieron ir a cenar a un hotel para
estar tranquilo, o venir a comer un asado al aserradero que teníamos con mi
hermano, para divertirse un rato. Y se nota que quiso divertirse un rato.
Luis Landriscina, también recibido por Karlen
Voy tomando dimensión de la clase de personaje que nos ha
cobijado en su barco.
·
Por alguna razón natural nuestra estadía en Bella Vista
hizo que Enrique y yo, por nuestro lado, volviéramos a ser los compinches de
siempre, mientras que Milva y Lisandro otro tanto por el suyo. Todos coincidíamos
sin embargo, en la amarra del Capitán Alejandro Karlen.
Canoso, locuaz, con un
extraordinario parecido al “Gato” Dumas, vive y tripula -cada tanto- su viejo
yatecito de 64 años –casi su misma edad- aunque éste hace más las veces de
punto de encuentro de tertulias y banquetes, que de vehículo naval. Según él, el barco fue comprado en Tigre y
traído río arriba 1000 kilómetros por él mismo.
Los apóstoles
Estamos a pocos metros de la playa, en un pontón con piso de madera, y techo de lona. No es más que una especie de luminoso comedor abierto,
donde el capitán hospeda a sus visitantes y los sienta a su mesa. El yate, que se encuentra amarrado al pontón, obra
como habitación del capitán.
- De lunes a viernes vivo en el barco. Los fines de
semana visito a mi esposa, que vive en la casa. – Nos va contando de su
particular modus vivendi mientras en la parrilla se va haciendo un gran
asado que espera al resto de los invitados.
- No... este chabón es un crack... – dice
Lisandro en voz baja, ante la risa de Milva, Enrique y yo, que tomamos cerveza.
El ambiente es muy distendido. Miro al fondo del río por
sobre la cruceta del Araucano y veo brillar en una densa oscuridad las
balizas verdes y rojas del canal navegable y al otro lado -nuestro lado- la playa blanca
totalmente desierta. Más arriba, en la barranca, hemos emplazado nuestro
campamento en el camping municipal donde coincidimos por primera vez con mucha
gente para apartarnos por dos noches de la solitaria singularidad de nuestra
travesía. Y sin embargo ese cambio nos hacía bien.
- Karlen es apellido alemán – cuenta
Chita - Igual que Dommann, que era el apellido de mi
abuelo materno. Mi abuelo fue soldado en la Segunda Guerra... Me acuerdo que
guardaba una Luger [1] hermosa,
llena de rayitas y de muescas que le había hecho al caño.
Enrique, apasionado de las
armas, y a veces tan ingenuo como yo, le preguntó para qué las muescas en el caño.
- Ah... para llevar la cuenta de las víctimas.
Muchos eran judíos, dijo secamente. El silencio dejó lugar al sonido del asado crepitando. Lo
miré a Lisandro, que estaba terminando su jarro de cerveza con pose inmutable.
- ¿Qué pensás, Silberstein? – Le dije queriendo
meter leña al fuego bajo los efectos del alcohol. La comitiva alrededor de la
mesa era numerosa y todas las miradas se posaron en Lisandro. El capitán, su hijo y amigos tomaban vino todavía
a la espera del asado. Al fondo, el río se cerraba oscuro y silencioso y
parecía que también estaba atento a la resolución del momento. Pero Lisandro
bebió un trago más y con todo el aplomo, no queriendo darle entidad al
tema, dijo:
- No soy judío. Pero si lo fuera, lo mismo da. Hablen de
lo que quieran.
Y así fue sucediendo. Hablamos de todo, pero predominaron
en la mesa el peronismo, la política en general, las anécdotas de río... y las
mujeres.
·
Curiosamente Bella Vista es el sitio que menos me ha
inspirado a escribir. Y esto probablemente motivado en que en estos pagos poco
he rumiado mis densos pensamientos, desplazados a un segundo plano por el
descanso, los buenos momentos y la hospitalidad dispensada por Chita, que a medida que pasa el
tiempo, confirma su carácter de consumado personaje de este pueblo.
Al mediodía siguiente volvemos al barco porque Chita nos
invita a almorzar dorado frito.
Mientras lo prepara en
un sartén que tiene grasa, aceite y limón, la playa empieza a poblarse de gente
y de mujeres hermosas. Enrique, mientras, se las arregla para pescar ocho bogas
desde la toldilla del Araucano, que van a ser la cena de la noche. Disfrutamos
de un día hermoso.
Kike en plena faena
La tarde se va mientras tomamos mate en la cubierta del
barco y llegan otros amigos de Chita, que vienen a comer y probar suerte con la
pesca. Mientras seguimos tomando cerveza, y me pregunto cómo
vamos a remar al día siguiente, escucho divertido al capitán, que dice a cada
rato: “tengo pensado vivir acá hasta los 103 años, así que vengan cuando
quieran, que yo voy a estar...”
Luego de la cena con Karlen, Milva y Lisandro van a dormir, y Enrique y yo nos quedamos bebiendo en un
bar junto a la playa, casi hasta el amanecer. La arena de la playa está fresca, y
subimos la barranca para dormir dos o tres horas en la carpa.
·
En la mañana -otra vez radiante- disponemos los kayaks para partir con sus narices dispuestas en el agua. Milva reparte turrones y botella de agua en los botes.
Trepo al barco
para despedirme de Chita. Miro adentro del camarote y lo veo dormir
profundamente pero tengo que despertarlo. Se alborota, se orienta en unos
segundos, y luego de un enorme esfuerzo se levanta para darme un abrazo.
Luego nos saluda, se restrega la cara y nos vuelve a
saludar, mientras alejamos río abajo. Pienso que en este viaje uno se encuentra con tan pocas personas y se
separa tan rápido de ellas, que al final se pregunta si no fueron fantasmas.
Según el sitio web de Historia y Arqueología Marina
“Histarmar”, en uno de sus listados[2]
figura el Araucano I
como “yate de madera”, hundido en el Km. 27,6 del Río Luján, en el año 1987.
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