“Ayer
hicimos el tramo Bella Vista - Goya. Más de 70 km. enmarcados en un río
inmenso, silencioso, expandido hacia costas bajitas, planchado a más no poder y
lleno de sus claras turbulencias arcillosas. El lomo de un dorado pasa orondo
en el barroso y calmo canal a orillas de mi bote y me muestra su traslúcida
cola anaranjada.
El
cielo es límpido y las barrancas parecen cortadas a sacudones de lluvia y
tiempo .
Paramos
a hacer un primer descanso en un barranco, en una pequeña bahía con playa,
donde un ingá nos da una sombra generosa.
Bajamos el río cada vez más ancho y pasado el mediodía atracamos en un inmenso banco de arena blanca, donde la soledad solo se corta con el alboroto de los atíes y playeros que me azuzan con vuelos rasantes e intimidatorios para que me aleje. Almorzamos en un reparo del arenal, bajo unos árboles, y luego duermo a lomo del bote para no estar al alcance de las hormigas.
A
la salida del arenal avistamos a un buque El Boyero. Está encargado
del balizamiento del río y Kike puede contactarlo por VHF. El Capitán nos
indica amablemente que pronto llegaremos a Lavalle, y además da aviso a la
Costera de Goya cual es nuestra posición. "Muy lindo che lo que están
haciendo, cualquier requerimiento quedamos en la frecuencia... para eso
estamos" nos dice.
Pasamos Lavalle por su riacho de arenales, de casas al borde del agua e islas bajas, donde el ganado pasta. Tres toros me miran desafiantes sin moverse. En esos momentos,. al otro lado de la isla, estamos superando sin saberlo la boya del km. 1000. Salimos a hacer un tramo del Paraná por el canal, y al poco tiempo entramos en el riacho Goya. Hago recalada en la Reserva Natural Isla Las Damas”
Para arribar a Goya debimos remar 78 km. desde Bella
Vista. Extensos kilómetros de calma, de sol y de río planchado. Ansiaba llegar
a ésta, la segunda ciudad de Corrientes, que me sabía a flores, a trenes y
sitios pintorescos.
Mirando al Oeste buscaba sobre la superficie lisa y espumosa la boya del kilómetro 1000, sin novedad de ella en el
momento que dimos con la desembocadura del riacho Santa Lucía y luego con la
boca del Riacho Goya, aunque dudamos un poco hasta acertar a dar con ella. Así,
los muelles, casas y paseantes de la ciudad nos miraron remar en el amable
atardecer.
Las costas de Goya se encuentran separadas de las aguas
del Paraná por una extensa lengua de tierra que corre paralela: la Isla Las
Damas (de 2.200 hectáreas de superficie). Y en la isla, casualmente, nos
esperaba un amigo (desconocido): el guía de la Reserva Natural Isla Las Damas,
Pablo. Así que decidí desembarcar primeramente allí para saludarlo mientras que
mis tres compañeros con las últimas luces de la tarde, siguieron bajando el
Riacho Goya hacia el Destacamento de Prefectura.
Destacamento PNA, Goya.
Goya fue fundada en 1807 y declarada ciudad en 1815. Su
nombre proviene del diminutivo de Gregoria. Gregoria Morales fue una
famosa almacenera afincada en la costa, cuyo nombre comenzó a hacerse común
debido a que proveía de carne y queso[1]
a los buques de vela que hacían “la carrera” entre Buenos Aires y
Asunción.
“El amarradero de doña Goya ofrecía la ventaja de su
ubicación en la parte media de esos poblados, con caminos naturales sobre
terrenos altos y firmes que le permitían el fácil acceso de las caravanas de
carretas y carros, que cargadas con tabaco, charque, cueros, lanas, algodón,
cerda y otros productos los cargaban en las embarcaciones que llegaban al puerto.
También había una razón de vientos, que soplan generalmente del Este, lo
que hacia mas fácil la navegación a vela en la zona. El puerto de Goya se
constituyó así en uno muy importante de la zona, siendo estación de trasbordo
de mercaderías y también de carga y descarga de los productos nombrados. Años
mas tarde y debido al mayor calado de los buques que navegaban por allí, debió
construirse un puerto de mayor calado, que se llama "exterior",
situado unos kilómetros aguas abajo del original[2].
Pero el anegamiento del riacho Goya y la vuelta de los
abipones complicaron la situación.
“Hacia 1822 la situación se hizo extremadamente grave. El
25 de febrero de ese año, una invasión de aborígenes chaqueños efectuada a la
altura de Goya, provocó la muerte de 25 soldados, del oficial que los mandaba y
de un cierto numero de vecinos La invasión obligó al entonces gobernador
coronel Fernández Blanco a salir de campaña...”
Pablo aparece con un grupo de turistas, cámara de fotos en mano. Pablo Bethular es oriundo de Victoria, San Fernando, donde vivió su vida de barrio al calor de la pasión por el Club Atlético Tigre y su debilidad por la música. Por esas cosas de la vida migró, junto con Vivi, su actual compañera, a esta ciudad hace más de 20 años.
Con ilusiones, con sus yeites y habilidades de artesano,
se adentró en el silvestre litoral y se tuvo que ganar la vida a pulso,
bancando los malos momentos, puchereando, y viviendo literalmente de la
pesca. Los frutos que el río le concedió es la razón –una de las tantas- por la
cual lo venera. Allí, de tantas noches y tardes, se ganó el favor de los pescadores y los cazadores, sobrevivió a
las inundaciones, se hizo su lugar y trabó amistad con muchos en la ciudad.
Terminó siendo fotógrafo y guía en la Reserva Natural Isla las Damas[3],
divulgando su gran riqueza y convirtiéndose en un buen amigo del río y de su
entorno.
Con el “chamigo” pegado a cada fin de frase, me recibe
con un abrazo y me participa de unas tortas fritas. Está felizmente empapado de la idiosincrasia litoraleña, pero
conserva la dura escuela de la calle, y las trazas bien presentes del rock
urbano en su repertorio de músicas.
Ya habrá tiempo de hablar con él. Me marcho al
destacamento antes de que la noche colonice la puesta del sol y me descubra remando
sobre el riacho.
Daniela, Pipi, Enrique, Milva, yo, Lisandro, Pablo y Vivi
Al llegar compruebo que la expedición estaba bastante
maltrecha. Lisandro acarreaba un fuerte dolor en el hombro y Milva una molesta
irritación en los ojos. Era lógico que el desgaste físico comenzara a ser una
realidad. A tal punto estaban afectados nuestros compañeros que no fueron parte
de la cena.
Sentados en una mesa al aire libre en la plaza central de
Goya, Enrique y yo hicimos honor a unas pizzas y conversamos nuevamente sobre
las complejas etapas que se avecinaban en el viaje. Por eso (y por la
recuperación que todos necesitábamos) nos tomaríamos un nuevo día libre, a
pesar de que Milva ya nos había manifestado su férrea decisión de seguir al día
siguiente.
Estoy cansado pero disfruto de esta Goya, bella ciudad.
Aunque como todo Corrientes parece haber perdido, en algún momento de su
historia, el impulso. Goya es la segunda ciudad más importante de la Provincia,
pero su actividad y desarrollo menor que el de casi cualquier ciudad del
conurbano bonaerense. No es que eso esté necesariamente mal, sobre todo cuando
la calidad de vida, como dicen los que saben, tiene poco que ver con la cantidad
de cosas. Aquí cerca está el río,
los árboles con flores, y gente que se conoce y se saluda. Es una cosa
distinta, ni mejor ni peor. Para el que viene de otros lares, como yo, esta
vida es -al menos- tan distinta como atractiva.
Antes de irnos de Goya, hicimos nuestra foto de despedida con Pipi y Daniela
La Capital del Surubí
Casi discusión se impuso la tesis del descanso.
Toda la mañana retozamos a la sombra de los sauces del
destacamento de Prefectura, y soportando los 44 grados de aquel día todos
salimos a almorzar. Pablo llegó a la
tarde a saludarnos y se ofreció a llevarnos a una especie de city-tour
por la ciudad.
La impactante imagen que se ve en Goya, todos los años, en la Fiesta del Surubí.
Daniel Scioli y Carlos Menem en Goya. Al fondo, el gobernador Romero Feris.
Me quedo mirando los cuadros que cuelgan en las paredes
del Museo del Surubí, un gigantesco pontón flotante de dos pisos amarrado a la
costanera de Goya. Captan mi curiosidad las fotos de las espectaculares Fiestas
del Surubí. En una se ve a Carlos Menem y a Daniel Scioli participar en una
lancha. Otros son ingeniosos afiches publicitarios y más allá hay fotos de
algunas piezas imponentes capturadas hace mucho tiempo.
Me acuerdo que en la casa de mi abuelo en San Fernando
había una especie de cuarto-carpintería. Era un ambiente misterioso. Para
llegar allí había que subir una escalera de piedra a la intemperie y el pedido
de las llaves había que formulárselo a mi abuela a escondidas de mi abuelo, lo
que implicaba casi siempre alguna explicación que, con mis diez años, tenía que
sonar convincente.
La carpintería tenía herramientas viejas, frascos con
pintura seca, y enseres de pesca. Entre ellos chicotes y un canasto de mimbre
con un espinel viejo y lleno de anzuelos negros. Y en un armario, una gran
colección de viejas revistas Camping, antecesora de la actual Weekend.
Al hojear esas revistas en el silencio de la carpintería se habían instalado en
mi mente esos nombres que asociaba a ríos inmensos y revueltos y a tardes
doradas que coloreaba imaginativamente desde el papel blanco y negro: Goya,
Paso de la Patria, Esquina… En la Camping veía las fotos de los
colosales dorados de Paso de la Patria, pero también estaban los surubíes de
Goya.
Esa carpintería, esas revistas, y las historias de mi
abuelo estaban asociados, de algún modo misterioso e inconsciente, a este
viaje.
·
Crecí en la
ribera de San Fernando, con la caña en la mano, en interminables tardes de
pesca sobre el Río Luján. Desde los seis años ya sabía perfectamente por el
movimiento y el vaivén de la boyita del telgopor qué pez andaba hurgando la
carnada: un bagre, una mojarra, una palometa o una boga.
Un poco más
crecido, emprendíamos pequeñas expediciones de pesca con mi hermano y mis
amigos de barrio. Nos divertíamos mucho. Recuerdo que, con una llamativa
necesidad de ganar la simpatía y el favor del grupo, asumía la desagradable faena
de desenganchar los pescados “no queridos”: las viejas del agua o las
peligrosas tortugas que a veces se prendían o eran robadas[4]... incluso a veces desenganchaba anzuelos de dedos
humanos. Y aprendí a hacerlo del modo más incruento posible. Pero a veces -y
especialmente con los bagres, armados y manduvas (propensos a “tragarse” la
carnada)- ésta era una tarea muy penosa, y fui comprendiendo, con los dedos
llenos de sangre, cómo sufrían esos pobres hermanos del agua.
Hacia la
adolescencia el maravilloso oficio de la pesca perdió todo sentido para mi.
Entonces las cañas quedaron guardadas; la mía, de fibra de vidrio; la de mi
hermano, una rústica de caña colihue; los míticos reeles Escualo y la
caja de pesca Pirayú heredada de mi abuelo -donde aún se conservaban
enseres que él mismo utilizaba: rotores, plomadas, perlas e incluso viejos
anzuelos... - todo, todo, quedó guardado.
También, por esa
convivencia periódica con el río, los barcos -especialmente las lanchas
colectivas- me generaron una gran fascinación. Ni hablar de los grandes buques
y los veleros. La forma de los cascos, la potencia de los motores, el
misterioso trabajo de las hélices sumergidas, todo eso me hizo divagar con la
arquitectura naval, algo que nunca vio la luz. Sin embargo y sin saberlo la
atracción provenía de tiempos remotos: yo ya había navegado en velero a los
tres años.
“Por eso no te
acordás”, me decían mis familiares.
Y ésa era una
historia que le incumbía a mi abuelo, el Bebe (sin acento). La historia
es larga, pero la resumiré.
El Cambá
Parece ser que aquel ignoto barquito verde navegó mucho tiempo al margen de la ley
“Qué será de los
porteños / Ocupando el Liberaij..”
(Brindis por Pierrot - Jaime
Roos - Canario Luna).
Para fines de los
60 el Bebe, un cumplidor empleado del Banco de Londres se aficionaba a
la náutica, vicio que despuntaba los fines de semana. Decidido a comprar un
velero encontró uno pequeño y robusto, de líneas elegantes, con un casco color
verde inglés y con “cola de pato” (detalle que siempre me subrayaba).
Desde hacía
algunas décadas los veleros de doble proa habían ganado una
extraordinaria reputación para largos viajes, especialmente desde que en 1942
Vito Dumas consumara la hazaña de dar la vuelta al globo con el Legh II,
un “doble proa” de 9,55 de eslora.
“A los doble proa (...)
les siguieron los ’cola de patos’. Eran revolucionarios. Proa redondeada ya sin
bauprés, quilla corrida, popa que salía naturalmente del agua para cortarse en
un espejo algo pequeño, aparejo bermuda con la botavara terminando antes que la
popa”[5].
La
compra de aquel velero, llamado enigmáticamente Sibirita, fue hecha a un
precio ridículo a dos hermanos de apellido italiano. Y la razón de la ganga se
descubrió cuando la embarcación fue
sacada del agua en el varadero. Allí expuso inmediatamente sus miserias y
maltratos: casco machucado en la obra viva[6],
cuadernas golpeadas, un maderamen en general haciendo agua y un motor, mudo, al
que no había Dios que lo hiciera arrancar. La desazón de mi temperamental
abuelo fue in crescendo.
A
los cinco meses de febril trabajo cambiando tablas, calafateando, pintando,
limpiando sentina, y reparando el burro de arranque, el barco despertó, y
estuvo en condiciones de navegar nuevamente. Así, rebautizado como Cambá,
hizo su viaje inaugural. En una bella tarde del Río Luján, en una navegación
sin novedad.
Esa
misma gloriosa tarde de felicidad familiar y de orgullo náutico, como llamada
por un espíritu agorero, se hizo presente la Prefectura Naval.
Mientras
bajo el ocaso el velero pacía en la amarra, y la brisa bamboleaba suavemente
los cables de acero contra los mástiles, salpicando con sonidos tintineantes el
paisaje del río, dos oficiales se dedicaron a interrogar largamente a mi abuelo
respecto del barco, de su adquisición, de su origen y su uso. También le
preguntaron sobre el cambio de nombre e incluso llegaron a preguntar cuánto
había pagado por él.
El Bebe (a la izquierda) y mi abuela, en Mercedes, Uruguay.
-
“Eso no tengo por qué explicárselo. Es un problema mío, señor. – Zanjó la
conversación. Y es bastante probable que ésa hubiera sido la respuesta, ya que
varias veces lo escuché terminar diálogos en términos menos amables que
aquellos.
Inmerso
en la preocupación recordó las palabras del carpintero mientras trabajaba a
destajo: “Bebe, a este barco seguro lo usaban para bagayear[7]”.
Y la confirmación le llegó poco tiempo después cuando un marinero le confirmo
para su perplejidad: “A usted le vendieron un barco que va y viene de
Uruguay. Y está marcado...”
Los
sombríos vendedores de esa paria flotante habían sido dos hermanos llamados Ibis
y Atir Nocito, cuyos particulares nombres, invertidos, cifraron el de la
embarcación: Sibirita.
Y
hasta aquí llegó la historia que me narró mi abuelo.
Pasaron
los años, Bebe emprendió su viaje a la Eternidad, y siempre recordando
esta particular historia -que me contaba mientras jugábamos a los dados- me
puse a investigar. Y grande fue mi sorpresa cuando una simple búsqueda de
nombres por Internet me llevó a la punta del ovillo:
En
1965, cuando el velero se compró, Atir Omar Nocito tenía 39 años y se hacía
llamar por su nombre artístico: Fontán Reyes. De oficio, cantor de
tangos. Había formado parte de la Orquesta Típica de Francisco Canaro, pero ya
para ese momento su carrera estaba en franca decadencia. Cantaba en tugurios y
piringudines de mala muerte en la zona de San Fernando. Por eso es plausible
que mi abuelo en una de sus licencias haya trabado relación con este hombre en
el bar de San Ginés y Sarmiento (a una cuadra de su casa).
El tío de Reyes
era Máximo “Nino” Nocito, que ostentaba en ese entonces el cargo de Presidente
Interino del Concejo Deliberante de San Fernando. Nino era un
inescrupuloso que manejaba asiduamente información sensible: por ejemplo,
cuándo, cómo y dónde se pagaban los sueldos municipales. Entonces, urdió una
maniobra con sello y engranaje familiar: robar el dinero para el pago de
sueldos en el mismo momento que saliera del Banco Provincia, a 100 metros de la
sede de gobierno de San Fernando.
Según la propia
versión de Fontán Reyes/Atir Nocito al periodismo 30 años después, él reclutó a
cuatro maleantes en el bar de San Ginés y Sarmiento y los proveyó de armas para
hacer el trabajo. La versión de sede judicial, en cambio, es que Reyes sólo se
ocupó de poner en contacto a los delincuentes con su primo hermano Carlos[8]
(inspector de Obras Públicas del Municipio e hijo de “Nino”). Una vez consumado
el golpe comando, Reyes debía “aguantarlos” un tiempo en su casa de Olivos.
Carlos Nocito,
entonces, se ocupó de articular las complicidades, probablemente suministrar él
las armas, establecer el reparto del dinero y sellar los pactos de silencio.
Nino, el jefe del clan, debería quedar totalmente desvinculado del asunto.
La policía uruguaya rodea el Hotel Liberaij de Montevideo
Los maleantes
(Roberto Juan Dorda, Marcelo Brignone, Carlos Mereles y Enrique Mario
Malito) dieron el golpe en la tarde del día 27 de septiembre de 1965.
Actuaron con inusual brutalidad acribillando al tesorero municipal y dos
policías con una ametralladora y huyeron a bordo de un Chevrolet 400 con todo
el dinero: 7 millones de pesos. Los delincuentes se escondieron un buen tiempo
–incluso y de manera especial de quienes los habían contratado- para finalmente
huir a Uruguay, adonde extendieron su raid de sangre, drogas, robos y excesos.
La aventura terminó en el Hotel Liberaij de Montevideo. Allí resistieron
15 horas y dos de ellos murieron. En esos momentos previos a su detención,
decidieron prender fuego el dinero.
La historia fue plasmada por el escritor Ricardo Piglia en su novela Plata Quemada, que luego pasó al cine con gran repercusión[9].
La historia fue plasmada por el escritor Ricardo Piglia en su novela Plata Quemada, que luego pasó al cine con gran repercusión[9].
Las turbias
relaciones de contrabando, tráfico y demás corruptelas entre Uruguay y
Argentina se habían hecho seguramente con el Sibirita. El barco que
decidió comprar mi abuelo.
De todo esto,
llego a la conclusión de que no solo el barco había sido vendido a precio vil
por su estado calamitoso sino porque efectivamente Fontán Reyes decidió
“sacárselo de encima”. Y allí llegó el incauto Bebe, que a la postre y
afortunadamente salió indemne por la buena estrella de su nobleza.
Víboras de hierro
La pitón albina de Peña se encariñó con este servidor
Visitamos el serpentario de Goya, ubicado a pocos metros
de la ex estación de ferrocarril. Honestamente y en principio, la presencia de
la estación me llamó la atención más que el propio serpentario, y despertó mi
curiosidad de aficionado a los trenes.
Las vías que llegaban a la estación Goya fueron
sepultadas recientemente por el asfalto de la Avenida del Bicentenario. De
todas maneras no tenían ningún tipo de uso, ya que el último tren se fue de
Goya en 1988 ó 1989, anticipándose cuatro años a la desactivación de los trenes
generales de todo el país, la cual impactaría especialmente en la red
mesopotámica del Ferrocarril Urquiza.
En esa época la Mesopotamia aún era atravesada por
distintos trenes, siendo los más recordados
El Gran Capitán (Buenos Aires – Posadas) y El Correntino
(Buenos Aires – Monte Caseros – Corrientes).
El tren directo en combinación directa a Corrientes. Seguramente alguno menos elegante que éste visitó Goya.
Justamente, en el km. 371 de la línea principal de Monte
Caseros a Corrientes, se inauguró el ramal San Diego (hoy Félix Mantilla) –
Goya. Sucedió en el año 1911. El ramal fue construido por el FCNEA
(Ferrocarril Nordeste Argentino) con rieles livianos descartados de viejas
trazas (como la del FF.CC Argentino del Este) en el contexto de la promoción de
las colonias de agricultores extranjeros[10],
dedicados principalmente al cultivo de naranja, el tabaco y el algodón, aunque
también cultivaron maíz, mandioca y maní. Las viejas vaporeras con trenes
livianos arrastraban formaciones combinadas (carga y pasajeros) vinculando la
línea general, las colonias agrícolas y el Puerto de Goya. Para la década de 1970 el tren ya dejó de
llegar al puerto de Goya, circulando hasta el año 1989 el tren 6603/6604, el
“carga con coche”, o a veces algún cochemotor (la famosa “chancha” Fiat).
[1]
Sus quesos eran de gran fama, ya que estaban hechos con leche de vaca o
cabras que a su vez se alimentaba del coco de la palmera yatay, muy común en la
zona.
31 Un poco de la
historia de Goya (Del libro Goya, ciento cincuenta años de historia.
Investigaciones de alumnos del Instituto Presbítero, Manuel Alberti, año 2002.
32 https://www.facebook.com/ReservaNaturalIslalasDamas/?fref=ts
[4]
A diferencia del pez que muerde el anzuelo, “robar” refiere a enganchar a un
pez de manera casual y de cualquier parte de su cuerpo. De hecho, para esta
tarea muchas veces se utilizan “robadores”, es decir, anzuelos triples.
[5]
Hernán Alvarez Forn. Arquitecto naval y escritor.
[6]
Se refiere a la parte del casco de una embarcación que se encuentra en contacto
o bajo el agua.
[7]
Bagayear: Contrabandear.
[9] Los Nocito fueron detenidos después como
entregadores, y en su investigación-novela, Piglia aporta: “(Fontán Reyes)
había servido de tapadera a algunos trabajos sucios de sus amigos. Los había
escondido, después de un asalto, en su casa en Olivos, había cruzado merca a
Montevideo y había vendido algunos «ravioles» en los boliches del bajo.
Trabajo liviano, pero esta vez era distinto” “(...) Carlos Nocito, de treinta y
cinco años, casado, primo hermano de Atir Ornar Nocito, alias Fontán Reyes, se
desempeñaba como inspector de Obras Públicas de la comuna de San Fernando. Era
un influyente, un hombre que hacía favores en la zona, un típico puntero que
bordeaba las actividades delictivas. En otro lugar habría sido un hombre de la
mafia pero aquí se dedicaba a pequeños negocios en los que entraba la coima y
la protección a quinieleros y quilombos clandestinos. Era socio en un garito de
Olivos y tenía intereses en distintos puntos de la costa y era hijo de don
Máximo Nocito, alias Nino, presidente del Concejo Deliberante de San Fernando,
elegido por la Unión Popular. Detenido e interrogado, Nocito terminó por
admitir que se había reunido con los «hacendados» que les presentó su primo
Fontán Reyes, y que los había apalabrado para asaltar a los pagadores de la comuna.
Las reuniones se hacían en un lujoso departamento de la calle Arenales.”
[10]
En el caso de las colonias, tanto en Corrientes como también Santa Fe, el
impulso dado por el ferrocarril ha sido cuanto menos discutible. Los entendidos
en la materia sostienen que “de por sí, no hay una relación directa entre el y
la generación de progreso”, y esto parecería verificarse en muchos casos y
ejemplos. Uno muy contundente es el caso del ramal C-25 de Formosa a
Embarcación (Salta), que si bien resultó útil como vía de transporte de
petróleo (y que hoy lo sería de soja) no logró por si mismo impulsar a los
pueblos intermedios.
La Guía comercial
del FCNEA de 1928, dice en su pagina 209 que la zona de Goya “(...) es
importante en agricultura, tenido colonias con propietarios que progresan con
sus cultivos propios. Se cultiva especialmente tabaco, maíz, alfalfa, mandioca,
algodón, maní, naranjas, la vid, bananas, etc”. Pero luego las colonias
comienzan a declinar. Incluso se ha llegado a afirmar (ahora de modo contrariamente
exagerado) que "(...) a la luz de los hechos posteriores, debe pensarse
que el Ferrocarril jugó en contra de la importancia de la Colonia, dado que una
ventaja de ésta era su proximidad a un puerto, en una Provincia donde,
históricamente el gran problema de los productores han sido las vías de
comunicación”. Es probable que el ramal a Goya no haya sido demasiado
fructífero, simplemente, y no contrario al progreso de la colonia.
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