Es una noche calma.
Me veo a mí mismo en un amplio despacho de la Prefectura de Goya. En una pared cuelga un enorme panel
pintado a mano con toda la jurisdicción: un conjunto de islas, brazos de río, arroyos y más islas... Me parece un verdadero laberinto... Me pregunto en silencio cómo vamos a orientarnos en semejante berenjenal.
El oficial de
Prefectura comienza a dictarme instrucciones, y mientras
anotó memorizaba el nombre: “Arroyo Guarapo”. También trato de grabarme
aquellos lugares por donde debemos virar para no perdernos en las islas.
·
Estábamos intentando
desandar los 135 kilómetros de agua que separan a Goya de Esquina. Conforme
fueron pasando los días y las noches empezamos a darnos cuenta que una gran
tormenta era inevitable.
Los días eran
extremadamente calurosos. Nimbos pesados y oscuros iban poblando el cielo día
tras día pero nunca terminaban de conjurar contra nosotros. El sol nos generaba
un especial padecimiento y en las noches (cuando yo me resignaba a no dormir
temeroso de un gran vendaval sobre nuestro campamento) en el horizonte veíamos
rayos y refucilos anaranjados que a las pocas horas sucumbían en la espesa
oscuridad.
Por consejo de
Prefectura habíamos acampado en el norte de una isla frente a la baliza del Km.
930. En esa zona -en que el canal cambia
abruptamente de curso- vive un puestero apodado "el Chapulín",
pero lo cierto es que no dimos con él y decidimos establecernos en un pastizal
cercano a la orilla.
Nuestras
carpas estaban elevadas del nivel del agua, pero absolutamente desguarnecidas
ante una eventual borrasca, que como se verá, me obsesionaba. Las tendimos
rápidamente, prendimos una pequeña fogata, y al caer el sol una horda
descomunal de mosquitos se hizo presente -casi por única vez en el viaje- y nos
obligó a escondernos tempranamente.
Padeciendo aquella madrugada pegajosa y quieta contemplé
a la luna vieja, grande y anaranjada remontar el Paraná. Luna que empezaba a
perder fuerza y presencia, y que según lo que venía pensando, era factible que
pronto no pudiera contener más a las ansias de tempestad que el cielo quería
descarga sin piedad en esa zona del litoral.
"Se cree que la
luna llena retrasa la formación de las tormentas", nos había dicho Pablo en Goya. Y por lo que veníamos
observando, esto se daba plenamente. También me habían dicho lo mismo en Orán
hace unos 15 años y recuerdo que en esa ocasión no se aplicó el principio y aquella ciudad salteña padeció un temporal atroz que inundó buena parte de sus barrios.
Según parece, la
influencia de la luna en los estados atmosféricos es bastante débil en relación
a que ejercen otros factores. Pero me aferré a esta creencia.
Dejamos el km. 930 en
una mañana húmeda y calurosa como pocas.
Intentamos mantener el ritmo con la esperanza de llegar a Esquina en las
últimas horas del día, pero la tarea no iba a ser sencilla. A nuestros flancos se iban formando lluvias aisladas y cortinas
azules que nos acompañaban con sus truenos.
El cielo nublado nos daba un gran alivio, y más aún: era necesario que lloviera en esa atmósfera saturada.
Bebía de mi botella un mejunje de agua de río potabilizada con lavandina y algo de jugo de lima. Si llovía, también podría beber el agua de la lluvia.
El mediodía nos encontró retomando el brazo principal del Paraná, por el que bajamos algunos kilómetros. Yo iba relojeando la tormenta y se la marqué a Lisandro, que al volverse hacia atrás acotó sencillamente: “ahh... estamos en la mierda...”
El cielo nublado nos daba un gran alivio, y más aún: era necesario que lloviera en esa atmósfera saturada.
Bebía de mi botella un mejunje de agua de río potabilizada con lavandina y algo de jugo de lima. Si llovía, también podría beber el agua de la lluvia.
El mediodía nos encontró retomando el brazo principal del Paraná, por el que bajamos algunos kilómetros. Yo iba relojeando la tormenta y se la marqué a Lisandro, que al volverse hacia atrás acotó sencillamente: “ahh... estamos en la mierda...”
Las proas apuntaron
hacia a una isla santafecina apenas apartada del canal de navegación. Soplaba
un fuerte viento noroeste y desde ese cuadrante se apiñaban nubes azules. A la
hora de advertir el fenómeno, la tormenta estaba declarada y tenía un aspecto
bastante feroz. Con la tranquilidad de la tierra firme, Milva preparó unos
fideos con caldo en su calentador y nos sentamos a descansar. Las ráfagas
estremecían el ramaje y las nubes cargadas sobrevolaban rápidamente esa ignota
isla frecuentada por carpinchos y cazadores. Curiosamente, no llovió.
Al adentrarnos al río
otra vez vimos que la tormenta permanecía en su lugar,
anhelante y cada vez más amoratada. El río se había encrespado y todo hacía pensar
que el pronóstico inmediato no era bueno. No cabía pensar otra cosa que la
suerte ya estaba echada y con Kike decidimos iniciar el cruce a la costa
correntina.
En el medio del canal el río estaba muy bravo y las ráfagas tomaron más fuerza. Remábamos a toda máquina, cuando advertí que Milva no podía gobernar su kayak, perjudicada por el oleaje y el escaso lastre de su bote, por lo que con Kike comenzamos a ayudarla aparejando los kayaks y dirigiendo la proa hacia una playa todavía bastante lejana pero distinguible. El viento y el oleaje que protegía la playa hicieron de toda esta maniobra una pequeña hazaña dentro del viaje. Estuvimos en peligro. Otra vez.
En el medio del canal el río estaba muy bravo y las ráfagas tomaron más fuerza. Remábamos a toda máquina, cuando advertí que Milva no podía gobernar su kayak, perjudicada por el oleaje y el escaso lastre de su bote, por lo que con Kike comenzamos a ayudarla aparejando los kayaks y dirigiendo la proa hacia una playa todavía bastante lejana pero distinguible. El viento y el oleaje que protegía la playa hicieron de toda esta maniobra una pequeña hazaña dentro del viaje. Estuvimos en peligro. Otra vez.
Exhausto me quité el
neoprene y miré el río que allí era descomunal. Cayeron dos rayos brutales. Y
Lisandro pasó a mi lado escupiendo improperios y mostrando un gran fastidio.
El Capitán
Nelson
El impresionante porte del Don Kasbergen empujando 16 barcazas, rumbo a Paraguay
La tarde se hizo
benigna y nos encontró tomando mate en el Km. 885, a 300 metros de nuestro
campamento original, en el puesto de Juan y Francisca.
Nuestro primer encuentro con el Don Kasbergen, en el km. 1123 del Río Paraná
Allí Kike me informó, mientras distraídamente miraba a las cabras correteando al corral, que el Don Kasbergen venía de subida y había ingresado al sistema de Esquina. Una hora después, el remolcador con sus barcazas empezó a pasar frente a nuestros botes -que descansaban en la orilla- y desde el puente de mando nos saludaron con un sonoro bocinazo.
Kike y yo, vistos desde el puente de mando del Capitán Tarapow
Nos acercamos a la costa, el capitán salió a saludarnos desde la cabina, y nos fotografiamos mutuamente, nosotros desde la costa y el capitán desde el puente. Con su modulada y amable voz el capitán del Don Kasbergen nos radió otra vez, alegre de vernos nuevamente. Se ofreció a contactar a nuestras familias y nos puso al corriente de las novedades meteorológicas (marcada merma de presión atmosférica). Casi al despedirse Kike le preguntó su nombre.
- Mi nombre es Guillermo Tarapow, soy el capitán
Guillermo Nelson Tarapow.
Me
llamó la atención que repitiera su nombre completo. Después entendí.
- Kike -dije sorprendido al escuchar la conversación-
es el Capitán del Irizar![1]
Mantuvimos así una
prolongada charla con Tarapow mientras a toda potencia el Don Kasbergen
vencía lentamente la corriente. El buque comenzó a iluminarse en el anochecer y
la mole de barcazas oscuras que avanzaban casi 200 metros más adelante
mezcladas con la oscuridad eran solo advertidas por un pequeña baliza.
Tarapow proviene de una
familia de estirpe marinera. Sus nombres provienen de sus máximos referente
marinos, el Almirante Guillermo (William) Brown[2] y el
Almirante Horatio Nelson[3].
Actualmente el Don Kasbergen realiza el tráfico Asunción - San Nicolás
trasladando mineral de hierro proveniente de Bolivia hacia las terminales de
las siderúrgicas argentinas.
Los
puesteros del km. 885
El
viento que había soplado con asombrosa intensidad, desapareció. También ese
cielo amoratado se degradó a gris y un leve resplandor entró casi paralelo a la
superficie del Paraná. Lisandro dormía en una carpa escondida entre los
matorrales, Kike y yo intentábamos pescar mojarras en la playa, y Milva...
Milva quería hacer algo.
- Cuando cruzamos el
río con la tormenta me pareció ver una casa unos 200 o 300 metros aguas abajo,
pero no estoy seguro... - le comenté, más preocupado por evitar que me mordiera
una mojarra que por la exactitud de lo que estaba informando.
- Voy a ver... - dijo
ella sin mayor explicación.
Se subió a su kayak y
mientras se alejaba de la costa nos empezó a insultar, al solo efecto de que
Lisandro se despertara y creyera que se había enloquecido. Lo logró, haciendo
que su amigo se despertara preocupado, y con Kike le dijimos que volviera a
dormir.
Nos parecía bien que
Milva fuera a investigar. Sabíamos que -por la razón que fuere- ella conseguía
aquello para lo que nosotros naturalmente obtendríamos un “no”: comida,
alojamiento, colchones, etc. Y efectivamente, otra vez por su gestión, al poco
rato, los cuatro estábamos tomando mate junto a un matrimonio de puesteros en
el km. 885: Juan y Francisca. Ellos nos ofrecieron pernoctar allí, así que volvimos
a desarmar el campamento original río arriba, cargamos nuestros equipos a los
botes, y volvimos al puesto, traídos por la espesura negra de la noche brotada
de estrellas intensas. Fueron minutos breves, llenos de silencio y fascinación.
Nos costó bajar desde
los kayaks. El río parecía bajo y hubo que subirlos por el albardón en la
oscuridad. Caminamos por el pastizal hasta la ranchada en una noche que estaba
húmeda y llena de bichitos. Allí nos esperaba un estofado servido en una mesa
bajo un enorme ombú.
Cruzamos la mirada mientras comíamos, llenos de regocijo por la inesperada muestra de hospitalidad en ese lugar, que parecía una pintura de Molina Campos.
Juan y Francisca
silenciosamente llevaban sus colchones para que nos pudiéramos recostar en
ellos.
El matrimonio vive en
este lugar perdido en el Paraná teniendo a su cargo el ganado de una empresa.
Cuidan diariamente a vacas, ovejas y cabras, con ayuda de su pequeño hijo y un
sobrino, quienes ya han heredado las mañas.
Recuerdo que en Misiones, hace muchos años, se
presentó un dilema en la chacra de mi amigo Martín Una enorme chancha se había
escapado del chiquero y le comía el maíz a Laurí, el vecino. Como escarmiento
la chancha fue atada a un poste por el cuidador de la chacra. Ató una de sus
patas con un nudo corredizo. Una idea poco feliz.
No duró mucho castigo para la chancha porque de
tanto insistir cortó la prearia soga y volvió a las andanzas. Sin embargo, el
costo fue una profunda herida en la pata que además se infectó y que con seguridad
se iba a agravar. Había que recapturar al animal para poder curarlo, y Martín
pensó que yo podría ocuparme del asunto.
El plan era ubicar al animal en la chacra o en la
plantación de maíz, y correrla con una antorcha hasta un lugar donde yo pudiera
darle alcance y detenerla.
Al atardecer subíamos el sendero mientras
ultimábamos los detalles cuando la chancha pasó delante nuestro muy tranquila
hacia la chacra, arrastrando la soga de su pata. Seguramente venía de cometer
sus tropelías.
Ahora la teníamos a tiro. Así que Martín prendió la
antorcha y comenzamos a correr. El animal escapó por detrás de la casa y yo
volví sobre mis pasos para esperarla por el otro lado. Se suponía que tenia que
atraparla en ese momento. La chancha apareció, enorme, agitada y molesta. El
gritó que dio me puso la piel de gallina (por cierto otra frecuente habitante
de la chacra, que en este caso no tenia nada que ver).Y supe que no iba a poder
hacer nada.
Por esas cosas del destino ella no tuvo mejor idea
que meterse a un pequeño porche con barandas de madera, donde solíamos
sentarnos a tomar mate. Entonces solo tuve que cerrar la puerta-tranquera, y la
chancha quedo encerrada en un insólito corralito, pero como un toro español.
Sacando fuego de la nariz.
Me quedé pensando qué hacer, y entonces apareció el
cuidador de la chacra, Valentín (el del nudo corredizo). Estampa de hijo de
brasileños, mestizo. Camisa raída. Cigarro en la boca. Y su ojo de vidrio.
Dio un salto por encima de la baranda y se enfrentó
a la bestia peluda como en un cuadrilátero minúsculo. La tomó de las orejas,
empujó su cabeza hacia abajo con violencia y se montó a ella, inclinándose
hasta tumbarla, a pesar de los insoportables berreos. Entonces Martín y yo
miramos su pata y vimos la herida, que era profunda y estaba agusanada. Le
aplicamos curabichera, y
entonces Valentín la soltó y la chancha volvió a su vida normal. Se recuperó
rápidamente, y no hubo que sacrificarla como pensamos.
Nunca deja de
asombrarme la gente del campo, a la que a muchas veces se subestima. Y sin
embargo tienen un prefundo conocimiento de aquellas cosas que están conectadas
con la supervivencia... pobres de nosotros.
Lisandro también parece
tener maña campera. Entre mate y mate hace gala de un gran conocimiento, y ante
mi sorpresa me cuenta que su familia tiene campos en Santa Fe. Ha tratado desde
pequeño con los peones y aprendió de ellos las faenas de campo.
- Se roban tropillas de vacas enteras. – Dice
mientras paladea el mate.
- Pero, ¿cómo...? ¿Vienen con barcos? –
pregunto.
- No, no...
Las arrean hasta el río y las hacen cruzar a la isla.
Miro el Paraná, que
allí debe tener un ancho de 1000 a 1500 metros.
- ¿Las vacas nadan hasta allá?
- Algunas se ahogan... ¿Otro mate?
El sol brilla entre el
ombú. Las cabras caminan por los troncos de los corrales y los chicos andan a
caballo. Qué hermoso lugar, me apena estar poco tiempo con ellos.
Milva
me dice, bajando la voz.
- ¿Le viste los ojos a Francisca? Está triste... Me
gustaría saber por qué.
Y entonces vuelvo a la realidad
real. Hay que volver a encarar el río y dejarse llevar por él otra vez.
[1] En 2007 el rompehielos ARA Almirante Irizar,
una de las embarcaciones emblemáticas de
la Armada, por ser la encargada de realizar las Campañas Antárticas año tras
año, padeció un incendio devastador en su sala de máquinas y el buque
desprovisto de potencia quedó al garete en el Atlántico. El Capitán Tarapow
ordenó la evacuación total del buque con su sola excepción, y luego de varios
dias de incendio, el Irizar resistió y arribó a la Base Naval de Puerto
Belgrano. Las averías del buque aún no se han subsanado, y el capitán
silenciosamente dejó la Armada. Para muchos un héroe que contribuyó a salvar el
buque, para otros un romántico que desobedeció una orden de la superioridad. Lo
cierto es que aquello se vivió como una gesta y algunos ciudadanos de a pie
(entre los que me incluyo) no hubiesen podido digerir la pérdida de otro
emblema patriótico en circunstancias tan aciagas.
[2] Guillermo (William) Brown (1777-1857). Almirante irlandés, nacionalizado argentino, considerado padre de la Armada Argentina.
[3] Horatio Nelson (1758-1805). Almirante de la Real Armada Británica, uno de los máximos héroes militares del Imperio Británico, vencedor de la histórica batalla de Trafalgar, donde murió.