26
de enero
Villa
Urquiza - Paraná - Santa Fe (42,1 Km.)
En los primeros
días de la travesía era casi un ritual ver a Milva desayunar cereal y consumir
–disuelto en agua- un polvo que parecía un complejo vitamínico. Ante nuestra
curiosidad terció Lisandro.
- Eso es un
suplemento vitamínico que nos vendieron en una casa de deportes de Santa Fe. El
vendedor es un fisicoculturista, un chabón enorme, y me dijo que es el mismo
suplemento que toma Patton en sus travesías.
- ¿Patton? ¿El
General Patton[1]?
- No, Vacarazza.
En Santa Fe hay un groso, una especie de kayakista legendario que es
conocido como Patton... él hace travesías en solitario a pesar de que tiene
problemas para caminar. Es un loco lindo.
Era habitual que
durante la remada habláramos de este personaje desconocido y yo le insistiera a
Lisandro que al llegar al Club Azopardo de Santa Fe nos consiguiera una foto
con él. Fuera quien fuera, era un
verdadero bicho de agua. Es más. Recuerdo que en una tarde calurosa, estábamos
descansando en un puesto ganadero del Arroyo Guarapo, al sur de Goya, y cuando
el cuidador se acercó a saludarnos, mencionó que hacía un mes había pasado por
ahí un kayakista, con la particularidad de que la faltaba una pierna y usaba
una prótesis.
- Ése debe ser Patton,
Lisandro... le dije. Pero no me habías dicho que le faltaba una gamba.
- Yo tampoco lo
sabía...
·
Mientras navegábamos
por las costas del sur de Corrientes y Entre Ríos, al otro lado del río la costa santafecina comienza a desdibujarse y se convierte en un universo inundable de lagunas, esteros, riachos y selvas bajas. Un humedal casi virgen, extensísimo y complejo, conocido actualmente como
Jaukanigaás.[2]
Nosotros tocamos la
provincia de la bota llegando desde Paraná. Allí las costas se hacen bajas,
extensas y barrosas. El palerío de los árboles de las orillas desaparecidas
aflora en el agua cuando el río baja. Los botellones que hacen las veces de
cabeza de espinel minan la superficie el río fondeadas al oscuro lecho y
tiemblan resistiendo el embate de la corriente.
“Se fue Sinesio hacia el río
con un repique de tarros
andará por el remanso
el agua por la cintura y
los talones de barro...!
“Allá muy cerca del río
donde es más fresca la arena
por donde se calla el canto
de su rueda despareja
pantalón arremangado
el barrilero se aleja
Sinesio le está robando
al Paraná su agua fresca”
Me vino a la mente ese
poema, Sinecio el Barrilero[3],
que había leído de muy gurí en un viejo manual Kapelusz que ya estaba fuera de
circulación cuando empecé la primaria, en San Fernando. Y me vino a la mente
mientras remábamos en la tarde de Colastiné ya cerca de nuestro destino.
El quieto y avejentado
Puerto de Santa Fe nos esperaba al finalizar el riacho de acceso que culmina en
la boya del kilómetro 593. Y dos kilómetros aguas arriba hacia la Laguna
Setúbal aparece el Club Náutico Azopardo, cuna de los kayakistas santafecinos,
con su playa de arena ahora tapizada de camalotes. En este punto finalizaba la
travesía para Milva y Lisandro. Para Kike y para mí comenzaría por tanto otro
viaje muy distinto, de otros quinientos y tantos kilómetros.
Santa
Fe
Santa Fe es la capital
política e histórica de la provincia. Hace gala de majestuosidad
arquitectónica. Tiene una impronta llamativa y difícil de describir.
Parece que en el decurso de los años perdió el tren de las energías renovadoras, a contramano de Rosario -la
ciudad de Lisandro- que está en ebullición en distintos planos. Esas diferencias, habían generado
polémica y diálogos picantes entre nuestros compañeros a lo largo del
viaje.
La cuestión es que Lisandro viajaría a Santa Fe por la noche mientras que Enrique y yo nos
quedaríamos en Santa Fe, que además tiene fama de infernal: en verano las
temperaturas rondan los 50 grados.
Afortunados a nuestra
manera, nuestra estadía de tres días estuvo matizada por días grises y
lluviosos, a raíz de lo cual -entiendo- Santa Fe me pareció todo el tiempo tan
bella como mustia. El Puerto, la ex terminal del Ferrocarril Belgrano, la
costanera de la Laguna Setúbal, la reserva ecológica, los puentes, las lagunas,
paseos y edificios históricos, todo tenía una pátina de atrayente y respetable
decadencia. Quién sabe si la combinación de la naturaleza llamativa y los
monumentos santafecinos no eran la extensión de las contradicciones personales
de mi oprimido ánimo en ese momento del viaje.
Milva nos alojó en su
casa, donde siempre pernoctan y se instalan viajeros de distintas partes del
mundo. Ahora por ejemplo estaba Aitor, un vasco de 25 años, “muy agradable ser”
(como diría mi amiga Alelí de Misiones), quien estaba realizando una pasantía
de una agencia de cooperación internacional.
Los días en la ciudad
fueron de descanso y espera, a veces tensa. Tenía la natural inquietud de
terminar la aventura que habíamos iniciado. Las
cenas en casa de Milva, las largas caminatas y los lisos (cervezas) en el Patio
de la Cerveza de Santa Fe contribuyeron a recobrar las energías. A pesar del mal tiempo, solo queríamos volver
a remar y hacia la tarde del tercer decidimos abandonar Santa Fe pese que permanecía a la amenaza de
lluvia.
[1] George
Smith Patton (1885-1945), notable general del ejército estadounidense que
combatió en ambas guerras mundiales, y que murió en Alemania (presuntamente
asesinado) tras denunciar las concesiones hechas a la Unión Soviética en la
conquista de Europa, finalizada la Segunda Guerra.
[2]
“Gente de agua”, en lenguaje abipón. Sitio Ramsar de 492.000 has.
[3]
Sinecio el Barrilero es un chamamé de autoría de Cacho Gonzalez Bedoya y
Pocho Roch, que popularizó Antonio Tarragó Roos.