Un oficial de la Prefectura Naval, cuya especialidad era el buceo táctico, nos
contó:
“Reflotando buques hundidos en el Puerto de Mar del Plata (en los cuales
trabajamos al tacto porque no hay visibilidad) quedé atrapado en uno de ellos a
unos 20 metros de profundidad. No podía encontrar la salida y empecé a
desesperarme. Cuando me calmé pedí auxilio y un compañero se sumergió, me buscó
dentro del buque y me ayudó a salir. A pesar de la sensación de inseguridad que
tenía esa misma tarde pedí a mi superior volver a sumergirme porque tenía que
recuperar la confianza rápidamente”
No importa cuán fuerte seas, cuánto te
entrenes, cuánto sepas. Siempre habrá un momento en que tendrás que pedir
ayuda. Y eso no significa ser débil. Significa ser humano.
En términos geográficos Esquina es una ciudad particular. Pertenece al
cinturón de ciudades costeras de Corrientes pero curiosamente no baña sus
costas en el Paraná. Es que Esquina está a la vera del Río Corriente, el cual nace
en los Esteros del Iberá. El río es por tanto muy distinto al Paraná (que
arrastra sedimento). El agua del Río Corriente al provenir del estero viene decantada y
coloreada con el tinte ocre de la biomasa en proceso de descomposición en los
esteros[1]. El agua
es así oscura pero a la vez extraordinariamente transparente, y esta
transparencia se advierte mucho más cuando uno se sumerge en ella[2].
A su vez entre el caudaloso Río Paraná y el delicado Río Corriente
existe un complejo conjunto de islas, embalsados y esteros que operan como
franja separadora.
Buscamos una fonda para almorzar y entramos a una con vista a la costanera.
Afuera sopla un viento muy caluroso que tuerce las palmeras.
- Bien... ¿qué rescata cada uno del viaje hasta ahora? - Pregunto como
tema de conversación.
Milva piensa, y dice:
- Para mí este viaje
ha sido un desafío, y me vengo demostrando a mí misma que puedo ir más allá de
mis limites, física y mentalmente... Eso es lo que rescato.
Lisandro parece distraído y por lo general se rehúsa a hablar “a
pedido” por lo que evita decir algo. Entonces lo presionamos y finalmente desgrana una
reflexión.
- La enseñanza de este viaje es que es un verdadero desafío, físico y
mental, y me doy cuenta que puedo superar mis limites.
La mesa hace silencio.
- Es lo que acaba de
decir Milva – Le dice Enrique.
Lisandro parece desorientado.
- No me mires, boludo. – Le digo – Ella recién acaba de decir eso. Y la
maligna de Milva aprovecha la circunstancia para hacer leña del árbol caído.
- Qué copión que sos, Lisandro. ¿No tenés personalidad? ¿Siempre tenés
que decir lo mismo que yo?
- No, no es cierto... me están jodiendo – dice él,
confundido.
- Ahí vienen las milanesas, dice Kike.
Mientras comemos contemplamos el río de esa Ciudad de Esquina, que
arquitectónicamente hablando, es llamativamente prolija y atildada. Su costanera
es bellísima, y sus playas de arena clara, también.
Habíamos recalado en el Destacamento Reforzado de Prefectura Esquina,
asentado en una antigua casa de estilo colonial, cerca del río. Sus autoridades
cedieron a la expedición el Salón de Oficiales que se encontraba en la parte
trasera del patio.
Allí con Enrique pergeñamos la idea de dejar momentáneamente el Paraná y navegar desde el Río Corriente hacia los esteros.
La idea era cambiar de ambiente, obtener algunas fotos lindas y por
sobre todas las cosas, avistar yacarés. La misión no parecía demasiado sencilla
teniendo en cuenta que perderse en el
interior del estero era muy factible. No cejamos sin embargo porque teníamos
ese maravilloso aparato llamado GPS, y a un oficial de Prefectura, circunspecto y
amable, por sobre todo inclinado a interesarse y colaborar con nuestra
expedición.
Mientras yo intentaba descifrar las fotos satelitales desde mi
computadora, el prefecto vino con una carpeta prolijamente foliada con todos
los mapas esquemáticos de la jurisdicción. Puso el índice en la hoja y nos dijo que podríamos navegar el
Río Corriente, ingresar por un escueto arroyo, el Ingacito, y así atravesar todo el
estero para salir nuevamente al Paraná.
- “Es sencillo, no pueden perderse” - Nos dijo. Y aunque yo no estaba muy seguro de
eso, las ganas nos sobraban. Por su parte, Lisandro, que se había acercado al "Comité de Planificación", parecía no confiar en la estrategia. Cuando nosotros sí nos convencimos de que podíamos hacerlo, nos quedamos charlando
largamente con el oficial, quien nos relató las épocas de entrenamiento como
buzo táctico de la Prefectura.
- Nos tiraban desde el helicóptero en el medio del Río de la Plata y de
allí teníamos que volver nadando hasta el Puerto de Buenos Aires, a veces eran
8 o 10 horas en el medio del río. Y teníamos que ayudarnos entre todos. - Pensé que, salvando las distancias, era lo que todos tratábamos de hacer
en la travesía.
- ¿Qué hacés en Esquina si sos buzo? – Le preguntó Enrique.
- Pedí mi traslado como navegante acá para estar cerca de mi familia. Amo
el buceo, pero necesitaba cambiar de aire - Nos respondió, mirando hacia la ventana.
Volví a mirar el Google Earth tratando de buscar las coincidencias de las imágenes de
la pantalla con las de los mapas en papel, sin éxito.
- Olvidate. Eso no te va a servir- Me dijo el prefecto.
El sol de la tarde
sobre Esquina era pleno y por momentos abrumador. Me gustaba pensar que al menos soplaba el viento para aliviarnos, pero era justamente aquel viento el
que traía ese aliento de calor casi insoportable.
Al
atardecer, el Team Santa Fe nos informó que declinaba navegar con
nosotros los esteros y que era su intención seguir aguas abajo por el Paraná hasta el Puerto de La Paz, Entre Ríos. Les facilitamos el mapa que teníamos y una nube de pensamientos e
inseguridades se apoderó de mí, pero sabía que también del Capitán Kike. Es
que el tramo Esquina – La Paz era el más extenso hasta el momento de nuestro
cansador viaje y Milva –según decía- tenía las intenciones de completarlo en
un solo día. Y se la notaba muy segura.
- Siento que puedo.
Saldremos temprano y nos encontramos con ustedes en La Paz. – nos dijo muy milvamente.
Lisandro no emitió sonido.
La cuestión fue
compleja en nuestras cabezas que -para usar una metáfora mecánica- ya en
condiciones normales funcionan a un régimen muy alto de vueltas. Por un
lado, Milva y Lisandro hacían uso de un derecho tácito que tenía todo
integrante de la expedición, que era el de decidir por sí qué hacer. No
estábamos atados entre nosotros y cada uno era dueño de su viaje. Pero ... ¿por
qué ahora? ¿Por qué en el tramo más largo del periplo? ¿Había enojo hacia
nosotros? ¿Qué pasaba si había tormenta (que estaba anunciada)? ¿Cómo nos
comunicaríamos?
Decidimos
confiar en Lisandro y Milva. Había una actitud paternalista hacia ellos (más
acentuada en Kike) y de desconfianza hacia sus habilidades (más propia de mi
ego).
Con
estas contradicciones nos fuimos a un bar con Kike. Entre cervezas tracé el derrotero
por el Río Corriente y el estero. Kike chequeó el buen funcionamiento del GPS y
cargamos las coordenadas. Además anoté en papel un ayuda memoria de parciales
de distancias y señas en el río que nos ayudarían a orientarnos.
Por la noche todos nos reunimos nuevamente y caminamos juntos por la ciudad siguiendo el ruido de los ensayos de las multitudinarias comparsas. Cruzamos calles oscurísimas hasta dar con ellas. Tras una nueva ronda de cervezas el equipo fue a dormir al
destacamento.
Previamente Kike y yo caminamos un poco más por la costanera. El
viento norte poderoso persistía aún de noche, y en el horizonte más allá de los esteros la
oscuridad era total e inmutable.
Cuando hay hambre...
Estábamos en un mercado
chino de Bella Vista. Tomamos un paquete de galletas, fideos, algunas manzanas
y turrones. La buena alimentación no había entrado en nuestros esquemas, y creo
que nunca más haré un viaje que no repare en eso.
- ¿Eso es
miel? ¿Miel a 8 pesos? – Le pregunté a Enrique. Seguidamente, Kike descolgó un
simpático envase con forma de osito.
- Esto es... JMAF... Dios
mío... ¿¿Qué corno es JMAF...?? -y luego
de meditar, musitó: “Listo, Lo llevamos”.
En Goya le mostramos
“el osito” a nuestros compañeros y entonces Kike googleó: - “JMAF: Jarabe
de Maiz de Alta Fructosa” dijo riéndose.
- Eso es un veneno. -
Reaccioné. – Lo peor que hay. No sé porque, pero lo sé.
Por ende, el osito se
unió en el fondo de la bodega de mi bote junto a Cheewaka y llegó hasta
el final del viaje como un polizón.
En Esquina tuvimos un deja
vu como consumidores. Aquella vez sí, con Enrique empezamos a comprar
comida a conciencia, ya que casi seguramente tendríamos dos días de remada a La
Paz y debíamos estar bien provistos: atún, fideos, salsa, turrones, budines. De
pronto, me quedé frente a una góndola
examinando un producto con mucha curiosidad.
- ¿Queso rallado? -
Preguntó Enrique.
- No. Producto a
base de queso rallado, sémola y sólidos lácteos.
- Es más factible que
nos intoxiquemos con eso que nos ahoguemos en medio de una tormenta. – dijo.
- Vamos a llevar dos. –
Respondí.
21 de enero
Esquina – La Paz (93 km.)
Milva y Lisandro, tal
como lo habían planeado, se aprestaron a partir bien temprano. Enrique y yo lo
haríamos más tarde. No nos habíamos fijado alcanzar La Paz ese mismo día y
entonces teníamos importante margen de horas para recalar en algún lugar aguas
abajo. Nos saludamos y los kayaks mellizos de la pareja santafecina partieron
por el canal de acceso a Esquina buscando las lejanas corrientes del Paraná.
De la intimidación
natural y la vastedad asombrosa que son distintivas de ese río, nosotros
pasaríamos a otro, el Corriente, más amigable, con costas definidas y rasgado
de brisas y reflejos. Una vez en él
remamos con agua a favor, sobre arenales y camalotales paralelos a campos bajos,
y algunos poquitos islotes poblados de vacas y chivos. Cada tanto, veíamos
grandes lagunas alborotadas de pájaros y viento.
Navegamos así unos 14 km. que el GPS reportó con algún margen de error mínimo, y acertamos la boca del Arroyo Ingacito, que no era más que un escueto hilo de agua apretado por vegetación flotante, y que para nuestra tranquilidad se convirtió rápidamente en el arroyo que esperábamos que fuera.
Después de virar
algunas veces según las anotaciones mojadas que llevaba en mi chaleco y el GPS
de Kike, salimos a una nueva laguna espumosa y agitada por el viento, con
chajás centinelas y -para nuestra sorpresa- con toros y vacas hundidos en el
camalotal. Comiendo nomás. Vimos árboles troncosos y frondosos. Vimos las
ranchadas de algunas familias de puesteros y los hermosos irupés.
Tras 27 kilómetros y
tres horas de navegación la nariz de mi kayak asomó a un Paraná revolucionado
por el viento, y lo cruzamos remando ardorosamente en dirección a una lengua de
arena poblada de alisos y a la cual llegamos en medio de un revoltijo de olas.
Eran las 12 del mediodía y frente a nosotros, lejana en el canal, se bamboleaba
la baliza verde que marcaba el Kilómetro 831. Es decir que tres horas después
de nuestra partida sólo estábamos 19 kilómetros al sur de Esquina.
Atacamos una lata de
sardinas con pan. El viento soplaba levantando arena, y los kayaks esperaban al
borde del agua, salpicados por la rompiente de las inusuales olas.
Mientras,
en el silencio del viento, Kike empezó a sacar cálculos: tendríamos tal vez
unos 75 kilómetros hasta La Paz, unas 8 horas de luz aptas para navegar y un
viento norte intenso. Si acometíamos la patriada de tratar de llegar –cosa que
Enrique me proponía- existían posibilidades de lograrlo. Tendríamos que remar a
un ritmo muy intenso por el canal. Disponíamos de ánimo y suficiente comida y
agua para intentarlo.
- Está bien...
Hagámoslo. Qué competitivo que sos... eh.
Enrique lanzó una
risita perversa.
Como nunca, paleamos con entusiasmo y con la ansiedad de
ir viendo bajar el kilometraje en las balizas, ayudados por el nortazo.
Mientras que mi Ártico se sobreponía grácil sobre el oleaje, el Pacífico
de Kike ganaba un poco más de velocidad cortando las olas como un cuchillo pero
cada tanto recibiendo escarmiento de agua. Con gran esfuerzo de palada y el silbido
suave del viento, remamos por un largo período poniendo atención a algunas
zonas de mayor inestabilidad y oleaje cruzado, casi siempre donde algún brazo le tributaba al Paraná y
entraba poderoso.
Mordisqueaba cada tanto
unas garrapiñadas. Y me apretaba el sombrero para que el viento no me lo
arrancara de la nuca. Un gaviotín hizo círculos sobre mi bote y me quedé
mirándolo mientras gareteaba.
- Francoch, estamos
navegando a 8 nudos...! - Me dijo Enrique entusiasmado. Eso eran entre 14 y 15
km/h[3]. Mucho para nuestros botes.
El monólogo de nuestras
palas de madera siguió por horas su ritual de inmersión. Transpiramos y tomamos
agua regularmente. Cada tanto también comía del turrón que llevaba en mi
chaleco salvavidas. Y durante los pocos minutos que utilizábamos para garetear
rompíamos el silencio preguntándonos sobre la posición de Milva y Lisandro.
- Para el mediodía
deben haber estado 25 kilómetros aguas abajo. Ahora tal vez a la mitad... - le
dije a Kike, mirando el río solitario con mis anteojos oscuros de soldador. Al
decir eso con el turrón en la mano me sentí el Mariscal Römmel mirando el
desierto de África. Un zorro del desierto. Pero en el agua.
A esa hora, las 16, la Prefectura de La Paz empezó a recabar nuestra posición, pero al modular era evidente que nuestro alcance era débil para que nos recibieran. Así, cuando tuvimos a la vista un buque en la lejanía llevábamos a cabo la siguiente operatoria: yo lo fotografiaba con el lente largo de la cámara y ampliaba la foto con el hasta tener claro el nombre de la embarcación. Entonces Kike radiaba al capitán y le solicitaba que informara nuestro QTH a la Prefectura. En este caso el contacto fue con el buque Independiente, de casi 100 metros de eslora, que transportaba autos.
La pesquisa de Don Pipi.
No sé si a ustedes les
ha pasado. Cuando leo un libro y empiezo a figurarme cómo son los personajes,
aparecen personas que conozco y asumen sus papeles, como en una obra de teatro.
Dicen que con los sueños pasa lo mismo. Y otros van más lejos sosteniendo que
todas las personas que están a nuestro alrededor son la encarnación de almas
con quienes nos venimos relacionando en vidas pasadas.
Pero no me voy a ir por
las ramas.
Cuando conocí a Pipi Peña, su aspecto y sus modos me recordaban al personaje de un cuento. Y cuando hice memoria, dí con él: era Don Frutos Gómez, el comisario de pueblo creado por Velmiro Ayala Gauna.
En el cuento, titulado La
Pesquisa de Don Frutos, el comisario Frutos Gómez investiga un asesinato
recurriendo a su sabiduría popular y campera. Todo ello ante la desesperación
de un oficial venido de la capital correntina y formado con los conocimiento
científicos de la época, que observa todo el procedimiento del comisario como
un acto de ignorancia e indolencia. Sin embargo –y como es de imaginarse- el
Comisario descubre al asesino con una precisión y seguridad pasmosas.
Así parece Pipi. Sólo
que no es comisario, sino herpetólogo. La herpetología, para más datos, es una
rama de la Biología que se especializa en los anfibios y los reptiles.
En el Ofidiario
Municipal de Goya, en short y ojotas, con su calva cabeza y su bigote negro,
Pipi toma una pitón albina, y la deposita sobre mis hombros. El animal se mueve
lentamente, y con su pesada paz, me recuerda que me puede romper los huesos.
Mientras, Juan Carlos (ése es el nombre de Pipi) cuenta cómo alimenta a cada
animal.
Además, y como todos
los herpetólogos, conoce mucho de venenos y de sueros antiofídicos. También
conoce sobre el veneno de muchas especies de arañas, en especial la araña
violín o araña de los cuadros. A tal punto que de las paredes del
ofidiario penden impresionantes afiches explicativos sobre las consecuencias de
este veneno. Él asegura que es el único que puede curar su acción destructiva y
colabora con los hospitales regionales cuando se producen accidentes.
Con el paso de las
horas, ya en casa de Pablo y Vivi, comienzo a notar cierta deformación
profesional en Pipi. Lo miro por encima del borde de mi jarro de cerveza,
mientras él describe con toda paciencia, cuán lacerante es la picadura de una
raya.
- Te duele hasta que
perdés la conciencia...
Pablo tuerce la
conversación hacia uno de los temas que lo apasiona: la pesca.
- Hay un lindo pesquero
de dorado, chamigo, ahí al al norte de la Isla Las Damas – cuenta a su compadre
Javier - aunque el lugar es un tanto peligroso, por la corriente.
- Mucha gente se ahogó
ahí. – Acota Pipi.
- ¿Ah, si? – Pregunta
Pablo con su estilo extremadamente respetuoso y de profunda curiosidad.
- Si... ¿Vos sabés en
que posición se encuentran los cuerpos de las personas ahogadas?
Silencio morboso.
- Se toman del pelo con
las manos. Como si estuvieran gritando.
La imagen que Pipi
narra me deja sin aliento.
- Cuando yo era bañero
en Lavalle me mandaron a llamar para buscar un cuerpo de un pescador, ahí en la
isla. Buceé como a diez metros y lo encontré. Y lo saqué, pero estaba
irreconocible.
- ¿Por qué? – Pregunto.
- Las palometas le
comieron la cara... Claro, las palometas comen esas partes blandas... Cuando
vino la forense a ver el cuerpo yo le advertí y me contestó: ‘soy forense,
Peña’ y bueno... al verlo se descompuso. La tuvimos que atender a ella al
final.
Anécdota que bien podría
contarse como la pesquisa de Don Pipi.
Cuando sopla el viento norte (Llegando a La Paz)
Cerca de las 17 hicimos
un alto en un banco de arena ya que empezábamos a sentir los primeros signos de
cansancio. Ibamos casi 5 horas puras de remo. El viento seguía soplando con
persistencia en la tarde soleada. No había rastros de Milva y Lisandro y eso
nos preocupaba. No obstante teníamos que pensar en nosotros y aún nos quedaba un
buen trecho para remar.
Pudimos ver algunos
buques remontando el río en una zona donde aparentemente la navegación por el
canal no resultaba sencilla. Cruzamos algunas balizas negras de peligro, y
según escuchábamos por nuestras radios, los buques mandaban lanchas para
inspeccionar la zona.
Con enjundia sostuvimos
nuestro ritmo de remada y navegábamos por una zona de río recto y extenso. El
día, el viento, el río, el esfuerzo y el atardecer se estaban grabando a fuego
en mi retina y a eso se sumaba la preocupación por el tiempo y los signos de
agotamiento que ya me habían aparecido: sueño, dolores en piernas, y sensación
de estar afiebrado. Bien típico del agotamiento.
Actualizamos nuestra
posición radiando a un buque y cambiamos la margen del río ingresando al canal.
En ese momento PNA dio aviso a todas las embarcaciones que estaban en la zona
de alerta meteorológico por tormentas fuertes o severas, y comenzó a
preocuparnos realmente la situación de nuestros compañeros, que con seguridad
no estaban al tanto de esta novedad, por no tener radio. Era cierto que en el
horizonte se veía un frente, pero aún no parecía ser una tormenta.
Desde una isla allí
envíamos un SMS a Lisandro. Estábamos desplomamos en el agua buscando
refrescarnos y comimos con voracidad. Nunca en el viaje me había sentido tan
agotado, pero Enrique no estaba mejor. Sentado en el agua veía la masa nubosa
avanzando. Llegado el caso acamparíamos en alguna isla. Los botes cargaban
víveres de sobra y solo deberíamos hervir agua. No obstante no queríamos perder
más tiempo y volvimos al agua habiendo recuperado algo de energía.
Un remolcador de barcazas a 200 metros de nuestras proas, comenzó a maniobrar dificultosamente y empujado por la corriente rozó la costa de la isla saliendo con toda la potencia de sus motores, para luego virar nuevamente y entrar al zigzagueante canal marcado por balizas. Se me ocurrió pensar si esa maniobra era posible de noche, pero evidentemente los capitanes están preparados para toda eventualidad.
Nos acercábamos a
destino. Escapamos del impiadoso reflejo del sol poniente en el agua, diría que
peor que el propio sol del mediodía sobre nuestras cabezas. Nos apegamos a la
costa de una isla y luego de una última maniobra vimos el puerto de La Paz. Lo
habíamos logrado.
En ese momento Lisandro
nos llamaba para avisar que Milva y él estaban bien y que habían suspendido su
navegación al recibir nuestro aviso de alerta meterológica. Ahora ellos se
encontraban unos quince kilómetros río arriba. Llegamos a la Paz cumpliendo (para
nuestra propia sorpresa) nuestra estimativa de 19:30 y por gestión de la
Prefectura nuestros kayaks (y nosotros) fuimos subidos a tierra por medio de un
elevador de lanchas, cuando el sol se despedía detrás de un arenero amarrado,
el Don Cesarito.